Carlos Regojo Solla
Un mechón de tu cabello
De manos de la abuela materna, como herencia informal, me ha llegado hace tiempo una pequeña arquita de caoba conteniendo los últimos recuerdos, las últimas pertenencias de Rosa. Aparentemente, poca cosa; pero en realidad se trata de un compendio de recuerdos de vida, el zumo de lo más importante exprimido de una existencia que comenzó finalizando el diecinueve y remató cien años después. Entre otras cosas, fotos de antepasados y propias de Rosa y su entorno, con aires de señorío y posados de estudio que han inmortalizado en un segundo toda una época de esplendor en los negocios, con viento a favor en la neutralidad de España durante la Primera Gran Guerra y después, (piano en casa y profesorado privado para las mujeres), y un declive espantoso en la propia, que se llevó definitivamente un hijo, las camionetas del reparto de mercancía, la ausencia de clientes, la exclusiva marca cervecera alemana, el acotado privado de monte para la caza, la moto "Sanglans" con su soberbio sidecar, las fincas... Una época, ésta última de civil contienda, que sirvió, sin embargo, para el despegue imparable de otro tipo de negocios cuyos protagonistas, fuertes luchadores procedentes de Fermoselle, completan mi origen.
En su interior, dentro de la arquita, un estuchito de joyería perteneciente a una pulsera guarda un bellísimo mechón rubio amarrado por un lazo azul celeste, póstumo recuerdo de una niña con dos hoyuelos pillos en la cara, prematuramente llorada, que voló poco antes que "Koch" hiciese presa, para no soltarlos, en los pulmones de su padre, mi abuelo. Alguna carta, documentos de ventas, una partida de nacimiento y otra de defunción, un dije de oro, un curioso termómetro de cristal protegido dentro de un artilugio en madera, la horma en madera de un zapato, un huevo en boj caramelo para zurcir calcetines… La pequeña arca es un objeto de unos cincuenta, por treinta, por veinte centímetros, hecha y labrada por el abuelo con un resto de naufragio que arribó, entre otras, a la playa de Santa Marta, en Bayona la Real, donde registro mis primeros recuerdos de niñez por un caminito de zarzamoras; naufragio ocurrido en Cíes uno de tantos inviernos sin fecha. Al abrirla, un cordón de trenzado calabrote color morado, situado en el interior de su lateral derecho, impide que la tapa se tumbe sin control y permanezca abierta, abatida hacia fuera con un ángulo suficiente para no tener que preocuparte en asirla. En el centro interno de la tapa, tapizada en morado, como todo su interior, luce un pequeño espejito con una ramita de flores rosas pintada en su ángulo superior izquierdo. Emana del mueblecito, sobre todo cuando está abierto, el aire viejo de las almas que han tenido contacto y responsabilidad en su confección y ocupación y se han mirado en su pequeño espejo. Se trata de una sensación que, aceptando mí origen, tiene un agrado extraño que soporto apoyado en la responsabilidad que tengo para con las vidas que allí están resumidas y porque ha formado parte de la mía desde siempre. Es una sensación, que acrecienta cuanto mayor me hago, de prevención y miedo. Y es que no puedo ver una antigüedad, sea la que fuere, sin aplicar primero el valor espiritual al artístico, lo que difícilmente me situaría como coleccionista de objetos ajenos que siguen respirando y aún conservan el calor residual de sus dueños, sus alegrías que nunca serán mías y sus tragedias y desconsuelos qué si me afectan, aunque los desconozca en su particularidad. Considero las antigüedades, unas más y otras menos, como piezas cuasi peligrosamente contaminadas por otras vidas que, de ser adquiridas en compra, deberían pasar por un proceso de desafección y por una cuarentena purgadora con la invocación de sus antiguos propietarios, de los cuales el anticuario debería tener conocimiento exhaustivo.
Hoy, remodelando la estética de unas baldas donde reposa hace tiempo junto a unas cerámicas Sargadelos, la cojo, la abro y extraigo el dije que conserva en su interior una pequeña fotografía que hace tiempo no veo. Se trata de una pequeña joya con su cadena que abre mostrando el hueco justo para una mini fotografía o una pequeña reliquia. Me quedo un momento contemplando el conjunto, abriendo y cerrando la joya, escuchando su "clic" y, por algún reflejo memorístico-crematístico me entra la curiosidad de cual pudiera ser su valor económico. Al punto, me entra una sensación de haber tenido un pensamiento inadecuado y ofensivo al relacionarlo con todas las joyas tal vez malvendidas en la pasada crisis económica, tratadas al peso, cuyo oro se encuentra fundido en las relucientes joyas de nuevo diseño que figuran en los escaparates de las tiendas especializadas o se anuncian en la T.V. ofertadas actualmente en cómodos plazos. Joyas las nuevas que en realidad son antigüedades ocultas porque contienen aún el aurea de los anillos, las pulseras, los collares… con los cuales alguien ayer prometió un amor perdurable más allá del final. Pero ya se sabe que en esto de la fidelidad, el respeto al recuerdo, el tiempo es un cabronazo de cuidado y nunca se sabe. Lo refleja muy bien el relato "La medalla del abuelo", obra de uno de los genios (¿Mihura, Laiglesia, Tono…?) de aquel semanario, irrepetible llamado "La codorniz".