Kabalcanty
La hoja en blanco
La hoja en blanco es una duda insondable que se vertebra inclemente a medida de la persistencia de la virginidad de la página. Los ojos imaginan llover caracteres firmes y de gráciles y diferentes formas mientras la mente, paralizada frente a una hipnosis que penetra en una blancura indeseada, se atrofia sin sugerirnos nada digno de ser contado. Puede que, sencillamente, ese maniático solitario que llamamos escritor se empeñe en una labor que por naturaleza es inconstante, esquiva y caprichosa y truncar su esencia sea sólo producto de la exaltación del ego, por otra parte muy frecuente en esos maniáticos solitarios. Porque, sin duda, llenar de letras, de frases coherentes y saludables, la hoja en blanco redime del vacío del silencio, del absurdo de conocer o ver y no poder contar, y dota al hombre del placer de la escritura, o más allá, el de creerse escritor. Sin embargo, la hoja en blanco siempre surge antes de todo como sí el principio fuese un prolongado final.
Había pensado todo eso con la mirada fija por encima del monitor del ordenador, observando cómo avanzaba la tarde sobre el ladrillo ocre de la fachada de enfrente a mi cuarto. No había tocado ni una sola tecla que mancillara la hoja en blanco. Y ahí estaba, ufana e impasible, mermando más visión a mis ojos desde su prepotente resplandor. Me vino a la cabeza, en ese preciso instante, que cuando escribía a mano sobre hojas cuadriculadas mis ojos sufrían menos; que el despotismo del resplandor del folio digital era más cruel.
Llevaba más de hora y media soportando el destello del monitor sobre mi rostro cuando la luz de una tarde de finales de verano comenzaba a menguar. Me desentumecí perezoso sobre la silla y prendí un cigarrillo antes de decidirme a estirar las piernas fuera del cuarto. No podía pensar en nada que no fuera temer a la hoja inmaculada.
Me levanté y abrí la puerta. Sonaba lejana la televisión. Sobre la mesita de cristal había facturas y un libro grueso con el marcapáginas anclado en una tercera parte del volumen. Vi mi sombrero descansar sobre el brazo del sillón, nevada de polvo la cinta negra que le engalanaba. Más allá, desde el pasillo que conducía a la puerta de la calle, escuché en rumor de las voces de unos vecinos cuchicheando junto a la puerta del ascensor.
Cerré de un portazo. Miré otra vez la pantalla y comprobé su inmutabilidad.
— ¿Para qué escribir?
Llegué a decir en voz alta, dueño de mi decisión, solitario y absurdo.
Noté cómo me temblaba la mano ligeramente, la derecha, también la izquierda si me detenía a apreciarlo concienzudamente. Era viejo, me sentía viejo, cansado, agotado, como al borde de una extinción que yo no controlaba. Lo sabía. Lo había notado poco a poco, calladamente, sin importarme cuando escribía, e insoportablemente presente cuando un folio largo, infame, que me reprochaba mis carencias, se pavoneaba frente a mí.
La botella de ginebra estaba mediada pero había otras dos escondidas al fondo del zapatero, a la izquierda del puto monitor. Tenía un vaso de plástico, como esos plegables y horribles que venden en las tiendas de los chinos, para descargar la ración de ginebra oportuna. Me eché un buen lingotazo. El comienzo de la noche no era caluroso, sin embargo el alcohol corrió por mis venas haciéndome sudar.
Pensé en que sí, verdaderamente, era necesario beber para ser escritor. Soslayé la hoja en blanco sintiendo el zumbido, casi imperceptible, de la maquinaria del ordenador. La enfermedad de la lectura compulsiva, la emulación entre escritores incansables que llevaban y llenaban hojas y más hojas sin parecer que nada les perturbara.
— ¿De verdad tienes que contar algo en concreto?
Volvía a elevar la voz en el silencio de lo que ya era noche. Las sombras y el reflejo de la pantalla alunizando el suelo de la habitación, las patas de la silla donde antes me senté. Los muebles viejos rodeando mi mesa de trabajo, la ruindad sacudiendo las paredes ajadas con desconchones de cuadros y objetos que ya no habitaban esas paredes. La suciedad embadurnando de tiempo detenido los rincones. Los sueños rotos amortizando el socavón de las mismas huellas. La luz del monitor culpándome con su pupila penetrante y escéptica.
Me detuve en las ventanas encendidas de las casas de enfrente. Vidas sin monitores o con monitores repletos de letras y letras llenando páginas. Me fijé en un hombre que bostezaba ruidosamente mientras se apoyaba en la barandilla de su terraza y que, por un momento, pareció adivinarme entre la oscuridad de mi cuarto. Pero estoy delante del monitor, muy delante, no podría ver mi silueta, me dije, enganchado a mi tercera ginebra. Desde la calva del hombre vi reflejarse el cambio de luces del semáforo de la esquina. Me sonreí y elevé mi vaso repelente desde la orfandad ventajosa de la oscuridad en mi habitación. Estaba algo borracho.
¿Tengo la necesidad de contar algo? La pregunta, a intervalos torpes, como obtuso era mi cuerpo sentado en el suelo tan delante de la pantalla, me hizo replantearme la tirita de luz amarillenta que entraba bajo la puerta del cuarto. La luz blanca del monitor y la luz amarillenta escurrida bajo la puerta. La ginebra me quemaba en el estómago y doraba las luces pajiza y lechosa. Otras tarde-noches me había ocurrido.
Tal vez era una constante más recalcitrante de lo que podía suponer, más terca de lo que deseaba suponer. Acaso fuera un hallazgo y podría contarlo desde su aparatosa incongruencia.
Fui derecho a la silla ante el monitor, titubeante, agarrándome a los muebles y controlando el vaivén de mi cabeza. Tenía la intención de escribir aunque sólo fuese una primera frase. Y lo hice, sí.
La hoja en blanco es una duda insondable que se vertebra inclemente a medida de la persistencia de la virginidad de la página…….