Manuel Pérez Lourido
Loquequedademí
Hay días buenos y días regulares, igual que los hay malos e incluso horrorosos. Y luego están los días loquequedademí.
Lo notas nada más abrir los ojos. Los párpados quieren regresar adónde estaban, pero con una insistencia mayor de lo habitual. Son lo primero que se amotina. No te has movido ni un milímetro de entre las sábanas y en tus oídos resuena en bucle la bocina del despertador pero eres incapaz de realizar un solo movimiento para apaciaguarla. Loquequedademí termina arrastrándose hasta el cuarto de baño tras una batalla agónica en la que has salido victorioso pero rehén de media docena de malos presagios, como la certeza de que afuera estará lloviendo o haciendo un frío del carajo (aunque seguramente las dos cosas) y la sensación de que el día será más largo y pesado de lo razonable.
Tras la ingestión del desayuno, Loquequedademí es un ser derrotado por la abulia, noqueado por las tostadas y el café caliente, que en lugar de producir el consabido efecto energizante, informan al organismo de las comodidades que se dispone a abandonar dentro de escasos minutos. Loquesaleporlapuerta es Loquequedademí en plenitud de miseria.
Ya en el trabajo, todo el mundo parece llevar puesto un día diferente al tuyo. Las sonrisas te hieren profundamente, los saludos te martirizan y el entusiamo te produce náuseas. Loquequedademí te tiene bien agarrado del pescuezo y no te soltará en toda la jornada. A la hora del bocata, el bocata te come a ti, te papa entero, te recuerda a gritos lo bien que se estaría en otra parte, lo feliz que parece todo el mundo que no eres tú. La pausa te acaba sentando como una patada en el culo y ya no hay palabras para explicar la tortura que supone terminar la mañana. Loquequedademí se arrasta de vuelta a casa con una agonía casi victoriosa para saborear la tregua de mediodía. La mirada anabolizante del vecino cachas del segundo te sacude en el ascensor como vigoréxica electricidad y, cuando retiras la vista hacia el espejo del habitáculo, Loquequedademí se burla del ser demacrado, pusilánime y flojo que aparece allí que no deja de ser él mismo, o sea tú.
Tras la comida hay que sortear la tentación de una breve siesta porque de esa sima no te sacarían ni los GEO. Eso te lo confiesa Loquequedademí al oído y le haces caso o más bien le obedeces, porque ya has decidido obedecerle en todo, ignorante de que no has hecho otra cosa todo el día. Pones la tele un rato para horrorizarte un poco y así espabilar la modorra. Consultas el móvil para que Loquequedademí se ponga las botas: "¿ves?, ni un whatsapp, no le importas a nadie, los grupos en los que estás metido son un muermo, como tú".
La naturaleza humana es paradójica y está llena de misterios, tras uno de los cuáles se esconde la explicación de que Loquequedademí no acabe contigo antes de que el día finalice, tras conseguir dar pena a todo el mundo en la jornada vespertina, de modo que incluso el jefe te llama para preguntar si te encuentras bien y su secretaria te ofrece una taza de té y tú te encoges aún más, por dentro y por fuera, encantado en el fondo de estar tan entregado a Loquequedademí que nadie nota diferencia alguna entre tú y él.
El camino de vuelta a casa, con la noche abrigando esperanza de rematarte de una vez por todas (o al menos en tu paranoica imaginación) es una lenta suceción de reproches por todo lo que has hecho mal, o debería haber dejado para otro momento con los que Loquequedademí te da el penúltimo repaso, antes de ingresar de nuevo en tu cubículo para preparar una cena ligera, corretear por las páginas de una novela a medias y entregarte al sueño que estrangulará por fin a Loquequedademí.