Kabalcanty
Los Huecos (Parte 4)
Alguien tenía que ayudarme y pensé en la policía como mi única esperanza. Sería difícil explicarles la circunstancias pero apenas tenía resquicio para mitigar una angustia que ya me sobrepasaba.
Antes de irme, volví a la mesa y vi los huecos en las sillas que ya no humeaban; la comida en los platos comenzaba a solidificarse creando una gelatina que me produjo repugnancia. Tuve un instante, tras fijarme en la cena, que imaginé que la vida se había detenido a mi alrededor y que yo era el único con derecho a moverme. Luego me fui sin recordar si cerré la puerta.
El oficial de policía se ajustó varias veces las gafas sobre el puente de la nariz mientras le conté las vicisitudes. Tecleaba y hacía un inciso, escudriñándome por encima del monitor, cada vez que le relataba lo de los huecos que segundos antes fueron personas.
— Un momento, por favor. -me dijo, una vez que dio por acabada la redacción de la denuncia, levantándose de la silla- Supongo que, en su caso, necesitamos de la ayuda del doctor Repolluelos.
El tal galeno no era otro que el psiquiatra de turno en la comisaría, así se presentó tendiéndome la mano y pidiendo al oficial que nos dejara solos.
— Curioso caso el que nos cuenta -dijo, ojeando el informe del oficial mientras tecleaba algo en el ordenador- Hum, hum, hum.
Me había pasado antes y me ocurría ahora: miraba con atención a la persona que tenía enfrente de mí inquieto por su posible desaparición súbita. Desde lo de "El Paria" con quien trataba tarde o temprano terminaba esfumándose.
— Veo que ha tenido usted mucho tiempo para pensar, -dijo mesándose la perilla canosa y escrutándome por encima del monitor- me refiero a que su vida laboral es más que accidentada. ¿Cuál es su auténtica profesión?
Le dije mi ocupación, pendiente de cualquier luminosidad transitoria y tratando de acallar unos ruidos estomacales que me removían en la silla.
— Pero no creo que eso sea ninguna profesión -me contestó, cruzando los brazos sobre el pecho- Necesitaría hacerle un test para conciliar ciertas dudas, lo que usted nos ha descrito es algo..... absurdo, digamos, que necesita ser cotejado de una forma más profesional.
Le respondí que si no sería más sencillo que me acompañara una pareja de agentes a mi domicilio para que vieran in situ cómo de extraña es mi declaración.
— Sería darle a usted ventaja - me respondió sereno y negando con la cabeza- Le ruego que pase a mi despacho, aquí, según sale al fondo a la izquierda, y espere a que vaya con las fichas de los test. Eso sí, le ruego la máxima sinceridad.
— Podría pasarme por el servicio antes.
Le dije, sintiendo que la indisposición en el vientre no aflojaba.
Sudaba de nuevo ese sudor frío que me pesaba en los músculos de todo mi cuerpo. Soportando otro retortijón, me asomé al triste espejo del aseo de la comisaría. Tenía enfrente de mí a una cara delgada, alargada, con escaso pelo, de tez amarillenta y con unas ojeras de asustar. Me parecía un extraño que miraba a otro con indolencia. ¿Cuánto tiempo hacía que no me contemplaba en el espejo? Sí, me miraba todos los días cuando me afeitaba o aseaba pero no era esa la manera a la que me refería. No. Aludía a esa forma profunda de contemplarse, con esa sinceridad que se fija en el espejo y se camufla externamente. ¿Esas ojeras? ¿Ese mal aspecto? Parecía un enfermo sin darme cuenta hasta ese instante. ¿Sufría ese enfermo porque su familia había desaparecido? La pregunta me asaltó cuando me inspeccionaba los dientes amarillentos que, desiguales, ganaban terreno a las encías. Me refresqué la cara con agua fría pasándome la mano húmeda por el poco pelo. Me tiré varias veces de los mofletes para que adquirieran una tonalidad más anaranjada, más vital.
Escuchando el trajín de la comisaría adentrada la noche, me senté en la taza. Los retortijones habían cesado pero creí oportuno esperar para que no volvieran a molestarme.
El mismo destello que apagó la luz eléctrica un par de segundos me hizo incorporarme como por resorte. Me quedé en pie, inmóvil, y me toqué los brazos y el rostro para concienciarme de mi corporalidad. En el inodoro humeaba algo que traía un olor a barbacoa, lo cual, inoportunamente, avivó mi apetito. Me acerqué a la taza con cautela, dando a mis pasos una esponjosidad reconcentrada, y observé desde mi altura. Nervioso, y al tiempo ansioso, sabedor que podía ser el momento en que todo se explicara, escudriñé el hueco vaporoso que se abría en la taza. Tan sólo el filo del retrete y su envoltura aparecían intactos, lo demás era una cavidad, todavía neblinosa, que, sin duda, trató de tragarme como a los demás. Pacientemente esperé a que se disipara la fumarada.
Pensé que, tal vez, el tal doctor Repolluelos se impacientara por mi tardanza, sin embargo estaba en el camino de encontrar la respuesta, una respuesta que ellos, los no desaparecidos, les importaba una higa. Se encontraban repantingados en el sentido común y mis historias, incluso a mi familia, les parecían nacidas de una mente enferma, beoda o con afán de notoriedad.
Mientras acababa de despejarse el humo, me decidí por introducirme por el agujero del inodoro; si lo que diablos fuera no me atrapó con el fogonazo que se tragó a los demás, debería adentrarme en sus fauces por mis propios medios y llegar hasta el motivo. Me embargaba una valentía, inusual en mí, que por vez primera en mi vida me impulsaba a sentirme en las puertas del Olimpo. Observé por última vez, antes de penetrar, el hueco que ya había dejado de humear, tomé aire, cerré los ojos, pensando en cómo se sintieron Poseidón, Ares o Apolo, y me deslicé introduciendo primero mis pies.