Kabalcanty
Leer desde un andamio (Primera parte)
El centro de la ciudad era una línea nebulosa que reverberaba al fondo de la autopista como si se tratase de un espejismo en llamas. Era verano, los automóviles surcaban el asfalto detrás de los quehaceres o las fantasías de sus conductores haciendo oscilar, con la monotonía precisa de lo cotidiano, los hierbajos amarillentos de los arcenes. El viento era una ocasional bocanada calentorra venida de los bloques apiñados que se elevaban más al sur.
Mientras descargábamos los sacos de cemento, Raúl prendió por segunda vez la colilla de su pitillo que guardaba en una cajita de metal en el bolsillo trasero de su pantalón de faena. Me miró un par de veces mientras lo encendía y terminó sonriendo.
— Ya sé que esto es peor que si me lo hubiera fumado entero de una vez, picha -dijo apretando el pedazo de cigarrillo entre los labios.
Estábamos apoyados sobre la trasera del camión del cemento, fumando, sudorosos. "El nano" nos acercaba los sacos hasta el borde y nosotros los apilábamos junto a uno de los chalets en construcción. Nuestro compañero se había quitado el casco obligatorio y se pasaba un pañuelo mugriento y tieso por la frente para guardarlo luego en un bolsillo por el que siempre asomaba el borde.
— Aunque yo no fume -dijo "El nano"- también voy a darme un respiro, qué leches.
Tenía la camisa empapada de sudor, rutilante en la espalda, dibujándose una cordillera blanquecina de transpiración seca en lo alto de su pecho.
— ¡Hey, por allá viene el capataz! -dijo súbito, yendo a por otro saco y colocándose atropelladamente el casco.
Descargamos un par de sacos más y escupimos los cigarrillos.
— Venga chicos que os va a durar más el camión que un día sin pan.
Era un capataz moreno, renegrido, con un bigote espeso que descendía osadamente por debajo de sus labios.
Llegó la hora de comer y fuimos al barracón a sacar nuestras tarteras del refrigerador.
— Este puto cacharro cada día enfría menos, hostia. -dijo Joaquín, el bordillero, tentando con desagrado su fiambrera.
Después fuimos al bareto que había junto a la autopista, una cantina prefabricada que tenía de vida lo que duraban los trabajos de levantar los chalets. El dueño y camarero era un gallego que era del "Deportivo de Donato".
— Eso ya caducó, barallocas. -le decía Raúl, a veces, para cabrearle.
Tomamos café y una copa de DYC con hielo.
Raúl se tomaba dos o tres copas, los viernes más.
— ¿Qué pasa? -me dijo, dándome en el pecho con su dedo índice- ¿No tienes "güevos" para tomarte tres pelotazos sin mamarte?
Yo sólo tomaba una copa. Me dolía la cabeza si tomaba más y me revolvía la comida. Pero no se lo decía.
Raúl tenía cerca de cuarenta años. Trabajó en el campo, en su pueblo, hasta que "preñó a la parienta" y se vino a la ciudad para alejar habladurías. Después se separó y no volvió a saber de ellos "ni coño que me importa". Era delgado, pero flexible y fuerte y hablaba con la suficiencia que da contemplar la vida en su versión más ruda y áspera. Tenía una serpiente tatuada en el envés del antebrazo de cuando fue "legía" en la "mili".
Se nos acercó Wilson, el dominicano, meneando en un vaso de tubo coca cola y algo más y dando unos cómicos pasos de baile.
— ¿Qué te cuenta el intelectual? -le preguntó a Raúl guiñándole un ojo.
Antes yo había perdido el tiempo, tras acabar el bachiller, en academias, a las que nunca iba, para prepararme oposiciones a la que nunca me presentaba. Luego me metí en una obra para sacar dinero para tabaco y para los libros que leía; si había algo realmente extraño entre mis compañeros de trabajo era que alguien leyera.
— Todos los días le veo en el tren con su librito dándole y dándole a la vaina -dijo el dominicano compartiendo carcajada con Raúl.
Aunque estaba acostumbrado a esa mofa, me intimidaba hacer notar mi malestar por la reiteración. A ellos los veía como hombres hechos y derechos con una especie de derecho tácito para burlarse de un veinteañero que, además, era bastante torpe en esos trabajos de fuerza y destreza, base en el mundo de la construcción. Solía, encarnado como una amapola, terminar haciéndoles un gesto desdeñoso con la mano para dar por zanjado el tema.
— ¿Sabéis lo que me gustaría de verdad si me tocara un porrazo de billetes en la quiniela? ¿Lo sabéis, eh?
Raúl, en su segunda o tercera copa, acababa hablando casi siempre de lo mismo. Wilson participaba de su entusiasmo arengándole.
— ¡Conchole esa vaina, manito!
— ¡Como un jevito pa tomal ron al sol y parecerse rulay!
— Comprarme un barco, un yate que te cagas de esos, y con dos pibones, una negra y otra rubia, recorrer en mundo sin prisa.
Decía Raúl acalorado, con los ojos enrojecidos y la punta del cigarrillo equilibrándose en la comisura de sus labios.
Al final pedían al gallego otro pelotazo, que solía pagar Raúl, inmerso en su sueño, que terminaban deprisa y corriendo porque la hora de comenzar el trabajo de tarde apremiaba ya.
Luego regresábamos despacio, por tarde que fuera, caminando bajo el sol acercándonos paulatinamente al rugido imperioso de la obra.
Aquella tarde el capataz nos mandó a desencofrar con los carpinteros al sótano de uno de los chalets en construcción. Sopesé el calor que se nos avecinaba y me entraron escalofríos.