Manuel Pérez Lourido
Sucedió anoche
Anoche vi pasar por delante de mi casa unos cuantos años de mi vida. Enlazados de las manos, se despedían de mi por última vez, envueltos en el vaho mohoso de la memoria. Los vi alejarse como habían venido, sin pena ni gloria, y seguramente es así como debiera transcurrir la vida. La gloria tiene pinta de ser un escurridizo y peligroso ejemplar de droga dura y en cuanto a la pena, huelgan comentarios.
Anoche se oscureció el día pero lo hizo arrastrando consigo lo que parecía una interminable sucesión de recuerdos que se habían ido acumulando como las hojas que se arrancan del calendario y se amontonan en un rincón esperando ser pasto del fuego. Con delicadeza, sin estridencias, como quien se abriga para esquivar un catarro, les fui diciendo adiós entre reverente y desinteresado, sin saber exactamente cuál era la emoción que correspondía en aquella hora. Seguramente hay que buscar en el interior y dejar salir aquello que tenga más prisa por manifestarse. Reprimir a toda costa las emociones dicen que no es sano porque se te acaba pudriendo el alma y queda el suelo hecho una porquería.
Anoche, como si fuesen una colección de exvotos que el tiempo había fabricado y ahora quería pasar ante mis narices con evidente intención de burla, me detuve a contemplarlos con una dulzura que tal vez no merecían. O acaso era lo contrario y una mirada inexpresiva fue lo único que conseguí devolver ante tanta ternura. Este tipo de sensación confusa es común en las horas decisivas, cuando el sonido de una puerta que se cierra detrás de ti te despide de montañas de momentos pequeñitos, de decepciones menudas y alegrías moderadas, de grandes esperanzas y de sonoros fracasos, de días grises y de otros que habías logrado pintar de color a duras penas, por no hablar de los que nacieron caprichosos y jamás olvidarás.
Anoche vaciamos, tras unos quince años, el trastero de mi casa.