Kabalcanty
Sobrevivientes (7)
Sujetó el vaso con ambas manos para que el temblor no derramara la ginebra y pudiera beberla con la ansiedad con que lo recibieron sus labios. El tugurio estaba bastante concurrido a esa hora de bien entrada la tarde, hombres y mujeres bebían y fumaban hacinados en un local de apenas cuarenta metros cuadrados. Un chino, con un mandil mugriento, servía las copas al compás de un nerviosismo que le movía a lo largo de la improvisada barra hecha de trozos metálicos de un antiguo cartel publicitario sostenido por dos robustas borriquetas que algún día sirvieron de andamio, a juzgar por las añosas manchas multicolores de pintura que bañaban sus patas. Servía rápidamente, asintiendo en una leve reverencia al pedido del cliente, y acto seguido precisaba el importe de la consumición mirando alternativamente al cliente y a la tosca barra.
— Chin, ponme otro pelotazo -le gritó soezmente un tipo con una gorra a cuadros, dando un golpe contundente con su vaso sobre el metal de la barra.
Ella, en uno de los extremos, bebía ajena al mundanal ruido. Su coleta floja descendía unos centímetros por su espalda cuando echaba la cabeza atrás para beber.
Ruiz la vio nada más entrar en la taberna y le cambió el semblante. Según se iba acercando, entre el bosque de piernas, vislumbró un neceser que reposaba junto a las piernas de ella.
— Rosa ¿te vas de viaje?
Ella se sobresaltó ante la voz que escuchó a sus espaldas. Dejó el vaso con cautela sobre la barra y le recibió con una forzada sonrisa.
— ¿Qué tal tu padre? -le preguntó ella obviando la pregunta de Ruiz.
— Muy mal, cada noche puede ser la última -contestó severo- Este puto virus acabará por matarnos a todos y por eso necesitamos más que nunca antros como este que nos hagan olvidar aunque sea en vano.
Terminó diciendo intentando dar a sus palabras algo de jovialidad.
— ¿Y Paco? Hace tiempo que no le veo por el barrio, ni siquiera coincido con él en el portal o por las escaleras.
— Trabaja sin parar -dijo Rosa haciéndole un hueco junto a la barra- Ahora está desbordado cargando y descargando en el almacén sanitario, ya sabes.
Ruiz pidió al chino de beber para los dos.
— Te vendrá bien tomarte otra copa. -le dijo a ella, viendo su vaso casi vacío.
Cuando tomaban las ginebras, Ruiz percibió el temblor en las manos de ella.
— Pareces nerviosa, ¿te ocurre algo? Somos vecinos desde hace ya muchos años y creo que tenemos confianza; mi padre te regalaba caramelos de menta siento tú una niñata que no levantaba un palmo del suelo, ¿recuerdas?
Rosa le miró de refilón y dio otro trago largo a su ginebra.
— Me largo, Ruiz -dijo con determinación y haciendo un gesto en dirección al neceser- No soporto ni a Paco, ni al barrio, ni a esta situación angustiosa...... No soporto ya mi vida.
Ruiz la escudriñó con vivo interés.
En el local hubo un alboroto protagonizado por cuatro hombres que, agarrados por los hombros, giraban al grito: "Si me pilla la puta Epidhemia que sea con la panza llena de ginebra".
— Salgamos de aquí, ¿te parece?
Dijo Ruiz, tomándola por el antebrazo.
Ella apuró de un trago su copa y salieron del local.
Se colocaron los impermeables y se pusieron en la cabeza un gorro de plástico transparente. Rosa también se puso un mascarilla de papel.
Se pusieron a caminar por la calleja de frente a la taberna. Anduvieron en silencio un trecho viendo cómo caía la llovizna mansa y el breve humo que levantaba al chocar con cualquier elemento sólido.
— ¿Qué pasa, Rosa? -dijo al final Ruiz, prendiendo un pitillo arrugado que sacó de debajo del impermeable.
— Estoy contagiada -dijo ella con un aplomo enlatado, tras la mascarilla, que flotó varios segundos entre ellos- No quiero ser una carga para nadie ni verme morir en un hospital rodeado de muertos o moribundos. Me largo ya mismo; Paco no sabe nada.
Ruiz se adelantó un par de pasos y se detuvo frente a ella.
— Conozco a un médico diferente, se llama Amedo, es de los nuestros, está de parte de los que perdemos siempre, Rosa. Por tu aspecto sé que acabas de sufrir el contagio y justo en ese momento es cuando se puede vencer al virus. Te garantizo que si te pones en sus manos tienes muchas posibilidades de salvarte. Merece la pena intentarlo, ¿no crees?.
Rosa se quitó la mascarilla y se llevó una mano temblorosa al lagrimal. Parecía como si mirara a través de Ruiz, como si él fuera una figura transparente que no detenía la imperturbable mirada de ella.
— ¿Merece la pena vivir, Ruiz?
Él la cogió por los hombros y al besó largamente. Se besaron con desesperación, con urgencia, juntando sus bocas hambrientas y humedecidas por la lluvia ácida.
— Merece la pena, sí.
Dijo Ruiz, intentando hallar una respuesta en aquellos ojos inmersos en el pozo de unas gríseas ojeras.
— Desde jovencitos nos hemos amado -dijo Rosa- y siempre hemos sido tan prudentes y sensatos.......tan buenos vecinos.
— Hasta hoy. -dijo él, cogiéndole el neceser y abrazándola por la cintura.- En el hospital te presentaré a Amedo, seguro que te cae bien, ya verás.
Cruzándose con escasos viandantes, se fueron perdiendo al fondo de la calle. El cielo se iba espesando en negrura, la noche sería una mancha de aceite requemado.