Kabalcanty
Un lugar
Forzó un poco la bolsa para que la cremallera pasara y la cerró del todo. La elevó unos centímetros del suelo pata comprobar su peso, luego miró la casa, los objetos que descansaban estáticos sobre la librería, las sillas gastadas juntas alrededor de la mesa, su sillón favorito, el televisor, su cenicero ahora limpio, vacío. Cuando se estaba ajustando la cazadora entró ella. Apenas le miró, se detuvo junto a la ventana, descorrió levemente un visillo y dejó la vista vagabundear sobre los primeros rayos de sol de la mañana en una calle que de sobra conocía. Nada había interesante más allá de los cristales.
— Me voy a ir ya -dijo él, tomando la bolsa y colgándosela del hombro.
Ella entonces le miró, le miró inexpresiva, pasándose el labio inferior sobre el superior y apoyándose ligeramente sobre la mesa.
— ¿Has pensado adónde vas a ir? -le preguntó.
Él dudo unos instantes, los justos para darse la vuelta y coger el pomo de la puerta.
— No, la verdad es que no.
Luego cerró. Dejó caer el peso de la puerta blindada y que chascara el resbalón en el tono más silencioso.
Andaba con ligereza, dando pasos firmes y moviendo las brazos acompasadamente. Cruzó la calle Mayor, atravesó la Plaza y se detuvo en el centro para escoger con cuidado uno de los pórticos. Sabía que cualquiera de ellos le valdría, que daba igual el de más al norte que el de más al sur, sin embargo prefirió elegir como si con ello ejerciera una voluntad que ya no tenía. Se encaminó hacia uno de los del sureste. Escudriñó el labrado en piedra de un escudo con un dragón que coronaba el pórtico pero sin dejar de andar, decidido a seguir su decisión sin dudar un ápice.
A los pocos segundos, penetró en el túnel. Dejó de escuchar el tráfago de la ciudad para sentir la humedad de la oscuridad y el resonar de sus pasos. Bombillas amarillentas, embadurnadas de telarañas añosas, pendían del techo abovedado embutidas en una redecilla metálica. A cada tantos metros se inscribía una señal, pintada toscamente de blanco mate sobre la pared humedecida, indicando una cuenta atrás que comenzó con el número 371. Se despojó de la cazadora, poniéndola colgada sobre la bolsa, porque comenzó a sentir el calor que propiciaba la humedad que ya le mojaba su amplia frente y que le hacía refulgir a lo lejos en los tonos amarillentos de la luz.
Ralentizó sus pasos cuando vio a distancia a alguien que, en cuclillas, se apoyaba contra la pared. Se acercó. Parecía un hombre con la cabeza entre las rodillas que vestía un abrigo andrajoso que, arrastrando en el suelo, estaba empapado más arriba de su cintura. Al sentir los pasos cercanos el hombre levantó la cara. Tenía una barba desigual, apelmazada en su final, y unos ojos saltones que no denotaban asombro alguno. Era difícil calcular su edad, parecía de edad madura, sin embargo sus manos, finas y de dedos largos y delicados, aunque llenos de mugre, parecían las de un joven.
— ¿Por qué te detienes? -le dijo el hombre en cuclillas con cierto resentimiento- ¿Acaso tienes algo que decirme? ¿Acaso decirme adónde vas?
Iba a decir algo pero, al final, prefirió no hacerlo.
Escuchaba cómo goteaba el techo a su lado.
— Entonces sigue, déjame tranquilo, yo ya me cansé y no pienso moverme de aquí. ¿Entendido? -dijo el hombre y volvió a meter la cabeza entre las rodillas.
— No sé adónde voy -dijo él, y sintió perder parte del aplomo que le llenaba desde que salió de la casa.
Continuó andando pero sus pasos ya no eran tan vivaces. Casi se detenía a veces, sintiendo ganas de mirar hacia atrás, sin embargo continuaba. Al llegar a la marca 151 descubrió una infinita pendiente. El túnel era el mismo, la misma luminosidad pálida, la misma humedad sofocante, pero sobre las paredes se insertaban ambos pasamanos herrumbrosos que facilitaban el descenso por la pendiente ya que el suelo era sumamente resbaladizo en esas condiciones. Se agarró al asidero de la izquierda con una mano y con la otra sujetaba el asa sobre su hombro de la bolsa y la cazadora. Le distrajo la nueva apariencia de la galería hasta que el tiempo lo envolvió con monotonía. Bajaba por la pendiente interminablemente, bañado en sudor, vacilante en sus pasos, con los ojos cada vez más bajos y la boca abierta por el cansancio.
Se detuvo para orinar contra el muro donde se sujetaba (una humareda volátil que se ciñó a la pared como un lengüetazo que se diluyó antes de llegar al techo abovedado) olvidándose de la bolsa y la cazadora que dejó al lado. Se percató de su falta cuando apenas anduvo unos pocos metros pero no retrocedió; se quedó unos segundos pensativo y luego, haciendo un ademán desdeñoso con la mano, continuó libre de equipaje.
Cuando llegó a la marca 1 se sentía tan exhausto, bañado en sudor, confuso, que tuvo que detenerse al final de la pendiente. Al respirar hondo, sintió una carencia de aire para llenar sus pulmones. Se apoyó sobre el final del pasamanos y se levantó la cabeza para encarar el colofón de la gruta.
Por el montante, en el que estaba dibujado el 0 de una puerta que vio al final del túnel, entraba una luz clara que destacaba notoriamente en la oscuridad. Trastabillando llegó al pomo de la puerta y abrió despacio.
— Has tardado -dijo ella, frunciendo el ceño al ver su aspecto, sentada frente a su sillón favorito- ¿Encontraste el lugar?
Estaba el televisor encendido por el que se escuchaba la voz entusiasta del locutor anunciando el ganador de un premio sustancial.