Kabalcanty
El mal también bebe cerveza (36)
K. estaba dormido, sin desvestir, en la cama que ocupaba la rebotica. Dormía con la boca abierta, roncando ligeramente, con el pelo rizado alborotado alrededor de su calva. La luz del flexo, encendido sobre un cenicero rebosante de colillas, iluminaba parte de su bigote rubio desde el cuarto adyacente que hacía las veces de despacho (un espacio que sirvió de almacén cuando Ramón Ruiz, dueño y farmacéutico, regentaba el negocio). Sobre la mesa había una lata de sardinas vacía, una bolsa de pan tostado abierta, un folio a medio escribir que había sido tachado de forma compulsiva, un ordenador portátil apagado y una lata de cerveza vacía rellena con bolígrafos BIC transparentes. Bajo la mesa, seis latas de cerveza vacías de la marca Carrefour y dos calcetines negros junto a unas deportivas, se exponían a la sombra de la patas de una silla desvencijada.
Poco antes de las seis y media de la tarde sonó el timbre de la puerta. Sólo la insistencia sacó a K. del sopor del sueño.
Se levantó, restregándose los ojos con fruición, y sintió el azote en uno de sus costados bajo uno de los kinesiotapes. Estirando su cuerpo con sumo cuidado, cogió el sombrero que estaba colgado del clavo que sujetaba el almanaque. Miró la hora en su teléfono móvil y reparó en sus pies descalzos cuando se encaminaba a la puerta.
— ¡Hombre, comisario, si llego a saber de su visita me habría puesto de tiros largos! -dijo K. guasón, señalándose su aspecto desaliñado y observando el gesto hosco del comisario Ortiz.
El policía entró mirado con escepticismo la antigua farmacia. Llevaba una americana de tweed verdosa y unos pantalones beige demasiado anchos. Era alto, delgado y de hombros anchos y fuertes. Poseía una mirada acerada combinada con un gesto serio y penetrante.
— Vaya puta mierda de sitio -dijo con voz cascada- Me cae usted como el culo, Peletero, pero viendo su madriguera comprendo ciertas cosas.
K. le hizo pasar a la rebotica, al despacho exactamente.
— ¿Tengo el honor de recibirle para que me insulte, Ortiz? -dijo K., señalándole el ruinoso sillón de orejas de frente a la mesa- Pues póngase cómodo y así me pone a parir más a gusto. ¿Un café?
Ortiz asintió, fijándose en lo que había sobre la mesa y bajo ella.
K. barrió con su mano la mesa y lo echó en un bote grande de metal serigrafiado con el anuncio de "Desenfriol-forte". Vació el cenicero, recogió los botes del suelo y se fue hacia la tienda para calentar el café que esperaba encima del expositor de pastillas "Koki".
— Voy a ir directo al grano, Peletero -comenzó Ortiz, antes de dar el primer sorbo al humeante café- Voy a ayudarle a dar con los asesinos de la chica, Leticia Gómez.
K., con un cigarrillo ya entre los dedos junto a la taza de café, se tiró del ala delantera del sombrero y sobresacó los labios como hacía cuando se le reclamaba atención.
— Sé el día que será y dónde se reunirán para hacer una fiesta sadomasoquista -dijo el policía, sin perder los ojos del otro- No sé quiénes son exactamente, pero es de imaginar que son peces gordos, gente influyente para el país, desde luego, ricachones hartos de todo, que se quieren divertir a costa de lo que sea y de gratis, sin rendirle cuentas a nadie. Me gustan menos que usted esos tipos.
— Vaya, todo un honor, Ortiz -comentó K., sonriendo de medio lado.- ¿Qué pasa, le van a degradar o a despedir del cuerpo? ¿O es que es una especie de venganza para un comisario con tan mala hostia como usted?
Ortiz ni pestañeó, le pidió un pitillo y lo encendió con devoción.
— No debería fumar, la patata que ya anda jodida, -añadió el policía, llevándose la mano al corazón- y de hecho ya no fumo pero le veo y me entra la ansión.
K. hizo un gesto condescendiente pero enseguida volvió a la expectación que le procuraban las palabras del comisario.
— Me la jugaron con la hija, Leticia, -continuó Ortiz- y ahora con la madre. Alguien de muy arriba del cuerpo ha cortado la investigación, desviándola hacia otro centro de menos relevancia, y me ha relegado del caso; primero con la hija y ahora con la madre, dejándome en ridículo. Y llevo más de cuarenta años de servicio, Peletero. Eso jode y no poco y a mí, como bien ha dicho usted, con la mala hostia que he criado, más. Con la hija estábamos más confusos, aunque íbamos por buen camino, se lo aseguro, pero con la madre era inequívoco: un dron grabó la escena y tomó fotos del coche del asesino. Un tal Fidel Soria Garnal, un buscavidas al que le va muy bien en la vida. Iba a dar la orden para su detención cuando se me avisó que me apartaban ipsofactamente del caso. Al día siguiente le echaron la culpa a la situación inestable del país. Mi mujer murió de cáncer hace dos años, tengo un hijo cura que está en Santander al que casi no veo, vivo solo y la vida me importa un carajo por lo que he decidido hacer las cosas bien por mi cuenta.
— Nos parecemos algo, Ortiz -dijo K., prendiendo otro cigarrillo con la colilla del acabado- Somos putos perdedores que queremos redimirnos aunque sea entre mierda.
El policía le escudriñó con gravedad.
— No me parezco nada a usted ni ganas que tengo -dijo con solemnidad- ¿Cuántas personas están en el ajo? De los suyos me refiero.
— Dos más y yo, por supuesto; mi colega de negocio Baldomero y un periodista de "El caso".
— Somos cuatro en total -Ortiz hizo un inciso para detenerse a pensar mirando los pies descalzos de K. bajo la mesa.- No está mal, agregar a más gente sería multitud. Les voy a conseguir tres armas porque supongo que nos enfrentaremos con pistoleros experimentados. El día clave es el martes próximo, día 23, y el sitio está en la calle Fereluz en la barrio de Tetuán. Tendremos que vigilar esa calle durante todo el día aunque lo probable es que el guirigay empiece por la noche.
— Nosotros tenemos localizada a la chica: Leo una joven negra de formas contundentes, culona y tetona, ya sabe. Mi colega vigila la casa pero ahora que ya sabemos el día y dónde no tiene sentido que siga allí.
Ortiz asintió.
— Deme su número de móvil. Estaremos en contacto.
K. le enumeró los dígitos y el policía lo apuntó directamente sobre la pantalla táctil de su teléfono.
— Antes de irme, -dijo Ortiz, levantándose y abrochándose la chaqueta sobre su vientre escurrido.- ¿me daría otro cigarrillo?.
K. le alargó la cajetilla.
Cuando escuchó cerrarse la puerta de la calle, K. telefoneó a Baldomero primero y luego a Nicanor para contarles el giro importante del caso. Después, se calzó, se puso trabajosamente (evitando cualquier estiramiento inadecuado) la cazadora vieja marrón y se fue a la tienda del chino a comprar cervezas. La noche estaba algo fresca. K. se detuvo unos instantes a contemplar el cielo pulido exento de estrellas desde la acera, antes de doblar la calle para dirigirse al colmado, y quiso decir algo pero sintió un escalofrío y siguió su camino.