Kabalcanty
El mal también bebe cerveza (32)
Desde el momento que supimos de la muerte de Pilar Urquijo, el caso de su hija pasó a otro orden por lo menos en esas primeras horas. Yo vi el final de mi novela porque mis personajes se hundían en el abatimiento y la frustración despojando al término de la historia un interés que parecía no reclamar nadie. El desespero y obstinación de la madre se habían perdido con su asesinato añadido a la advertencia inmisericorde de uno o unos criminales que no tenían traba alguna en mostrar su firmeza. Nos sentíamos desnortados e impotentes, casi derrotados de antemano, cobijándonos en un silencio que nadie se atrevía a romper.
Yo lo supe el primero. Estaba en la redacción de "El Caso" cuando el redactor-jefe me comunicó del asesinato de una mujer en los aledaños al hospital "12 de octubre". Tenía que personarme rápidamente en el lugar y dar cuenta de toda la información que pudiera recabar. Así lo hice sin pensar para nada que esa mujer era la Urquijo. Me quedé estupefacto cuando, horas después, llevado el cadáver al Instituto Anatómico Forense y practicada la autopsia, supe por boca de la persona que nos sirve información de primera mano al periódico que la mujer era nada más y nada menos que Pilar Urquijo. Si me quedé atónito y sin palabras, K. recibió la noticia de mis labios encajándola en lo más hondo de su ser. Su cuerpo magullado apenas dio respuesta alguna pero sus labios apretados y un abatimiento que se empecinaba en quitarme de su vista delataban el proceso que procesaba su mente. Encerrado en un laconismo desesperante, K. me despidió de la habitación del hospital con cajas destempladas, con contenida violencia cuando me llevó en volandas del brazo y me puso fuera de la habitación con un atronador: "¡Déjame solo, hostias!".
Estaba enviando mi crónica al periódico desde mi iPhone 8 cuando tuve la llamada de Baldomero. Entonces caí en la cuenta que había quedado con él por teléfono (en la boca del metro de Oporto salida a la calle de la Oca a la una del mediodía) la noche de antes para enseñarle cual era la casa de Leo, la chica de color de La Cátedra. Las clases habían terminado hasta después de Semana Santa y nos tocaba vigilar los movimientos de la chica desde su casa durante la semana entera y preferentemente por las tardes que, tal y cómo escuché, era la franja horaria donde se situaba la cita para la sesión de fotos porno y para llevarnos a los asesinos. Era más de la una y media y me llamaba de lo más cabreado. Le expliqué las contundentes razones y dejé que se extendiera su mudez hasta que él quiso. Tartamudeando, pero con una lucidez y entereza que ni K. ni yo tuvimos, mencionó el tema del entierro.
— Hay que enterarse para ayudar a la familia en todo para que tenga un entierro digno y dar de alguna manera en los cojones a ese asesino. Que su descanso sea la maldición para ese hijoputa.
Pero no fue así por más que lo intentamos. Pilar Urquijo apenas tenía familia: era hija única y sus padres habían fallecido, tan sólo una prima lejana que vivía en Moratalaz (según supe mediante mis contactos en la policía) a quién le correspondió la pírrica herencia de la fallecida; la casa de Pilar en Pirámides, muy cerca del río Manzanares, era de alquiler y fuera de eso no llegaban a dos mil euros sus ahorros en Ibercaja.
También con ayuda de la policía, contacté con Francisco Gómez Durán, feliz jubilado de la Benemérita que vivía con una colombiana en las Islas Canarias, que prestó poco interés por el fallecimiento de su ex mujer al igual que por el de su hija Leticia, cuya luctuosa noticia también desconocía ya que "Pilar siempre fue demasiado orgullosa para contarme cómo les iban sus vidas. Prefirió un divorcio a la tremenda, sin vínculo alguno para el resto de nuestros días, y nuestras vidas así han discurrido desde entonces. Fue una mujer testaruda y fría que llevó el rencor del fin de nuestro amor como una paz beligerante que ella se encargaba de administrar.", así me dijo, literalmente, por teléfono el ex guardia civil.
Por lo tanto no nos extrañó que el día del entierro fuésemos media docena de personas las que dimos el último adiós a Pilar Urquijo. La prima lejana suspiró un par de veces mientras el cura decía su letanía con retintín cansado. José Susía, ligeramente apartado del resto, no pudo contener las lágrimas durante todo el sepelio y fue quién colocó una corona de rosas blancas sobre el ataúd. Antes de las primeras paladas de tierra, lancé el folio, plegado en múltiples dobleces, que K. nos entregó en el hospital para tal cometido. Supongo que eran unos versos (la verdadera porfía de K. aunque él pregonara lo contrario calificándose de "ex poeta suburbial y residual") que quiso que acompañaran a Pilar para hacerse polvo juntos; nos prohibió terminantemente abrirlos, leerlos, confiando en "los hombres de palabra que os supongo.", nos dijo al final con el sombrero sobre las rodillas, mostrando su calva reluciente bajo el fluorescente de la habitación, y con la tristeza marcada en un rictus que le avejentaba la boca en una curva cerrada a ambos lados de la barbilla.
— Pero esto no se ha acabado, colegas, -añadió antes de que nos fuéramos- vamos a ir a por todas aunque me rompa la jeta en el intento.
La policía pegó carpetazo al asesinato aludiendo al clima violento que enfrentaba por las calles de Madrid, y en el resto de España, a partidarios de la Coalición de Izquierdas, el gobierno, contra los seguidores de los partidos de la oposición, a los cuales apoyaba la facción del ejército sublebado. Su relación con José Susía, vinculado políticamente con el Partido Socialista Obrero Español, había sido el detonante para que un exaltado, al cual tenían localizado, según dijo en rueda de prensa el Subdirector General de la Policía, Bruno Castégariz Ochoa, "hiciera blanco cruento en un interés físico de un contrario ideológico."
Cabizbajos y en silencio fuimos Baldomero y yo hasta el viejo Seat Ibiza de K. Baldomero se ofreció para acercarme a la redacción de "El Caso", sin embargo yo necesitaba algo diferente en aquel día.
— Voy a llamar al trabajo a Carmen, mi chica, para ver si quedamos a comer.
Baldomero sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa que le hizo abrir desmesuradamente sus lagrimosos ojos azules.
— Todo mi reino por un beso de ella -dijo con histrionismo.- Si no fuera por el amor y otros momentos que pasamos en el wáter.
Se metió en el coche y me guiñó un ojo desde la ventanilla bajada. Luego, al tercer intento, arrancó el motor y desapareció entre los vericuetos asfaltados del cementerio sur. "Sí, un beso de Carmen, mi reina.", pensé animado, buscando la "C" en la agenda de contactos del móvil.