Kabalcanty
El mal también bebe cerveza (26)
Pagué mi billete en el autobús 118 sin perder de vista a la pareja de jóvenes. Se colocaron en el centro del vehículo, junto a las puertas de salida, y evidentemente me coloqué junto a ellos, dándoles la espalda de cara a la ventanilla.
Vi cómo K. tomaba la calle de enfrente detrás del otro chico. Se encasquetó su sombrero, lo que daba un cierto empaque a su alta silueta. El autobús arrancó y le perdí de vista. Pensé en lo poco que tenía que ver K. con este entorno hostil en el que parecía moverse como pez en el agua. Lo cierto es que me habían engatusado sus escritos desde que leí algunos de ellos en Internet y deseaba ayudarle de alguna manera. Pero realmente ¿deseaba que le ayudara? No lo sabía pero estaba dispuesto a hacerlo de una forma u otra.
Los chavales estaban muy juntos, haciéndose arrumacos mientras no cesaban de teclear mensajes en sus móviles. Aunque intentaba afinar el oído, sólo escuchaba susurros y algún que otro tímido beso.
No parecían tener más de dieciocho años. La chica tenía un cuerpo bastante desarrollado, imponente, enfundada en unas mallas apretadas y un jersey de cuello de pico donde se apretaban unos rotundos pechos. Si no la delatara su cara aniñada, podría pensarse que estábamos delante de un cuerpo de una mujer de veintitantos años. Llevaba un piercing en la punta de la lengua y un tatuaje al final de la espalda, justo en la faja de piel que dejaba al descubierto, al mínimo movimiento, su suéter y las mallas gris perla.
Él parecía más niño. Tenía le cabello largo, graso, con las puntas hacia arriba descansando sobre sus hombros. Intentaba colocarse una mirada dura, desafiante, pero se desbarataba entre sus facciones a medio acabar y sus labios finos y demasiado tersos. Vestía unos vaqueros baratos y una camiseta de un grupo de heavy-metal. Tenía un pendiente en forma de estrella en una de sus orejas.
Me giré un poco hacia ellos disimulando con mi teléfono móvil.
Hablaban muy juntos, casi mejilla con mejilla, riendo y besuqueándose, balanceándose unas desinfladas mochilas a sus espaldas.
El autobús no iba muy lleno de viajeros con lo cual ya no podía acercarme más sin levantar sospechas.
Noté que la chica negra se ponía más seria y él la tomaba por los hombros tratando de buscarle la mirada de frente. Tenía que escucharles como fuera.
-.... Pero el gitano me ha prometido que puedo acompañarte, Leo. No tienes que tener miedo, voy contigo. Con esa pasta nos pegaremos un viaje de flipar.
El chico le levantaba la cara, sin embargo ella parecía algo avergonzada, incómoda.
- Dos mil euracos, tía y como máximo una hora de curre. Un puntazo.
Leo negaba levemente, como si lo hiciera para sí. Luego se abrazó a él.
- Pero me tengo que poner en pelotas delante de gente que no he visto en mi vida. Joder, Robert, tío, es un trago de los jodios.
Leo estaba a punto de llorar, tenía los ojos húmedos y apretaba la boca mordiéndose el labio inferior.
- Todo saldrá bien, gordi -le decía Robert- Y yo estaré contigo toda la tarde y lo que haga falta.
- ¿Me lo prometes? -dijo ella, mimosa.
- Estaré a tu lado todo el rato. Te lo juro por Angus Young.
Se besaron, esta vez largamente. Apretaban sus cuerpos colgándoles de una mano el móvil.
Mientras yo seguía jugueteando con mi teléfono, albergaba una excitación por lo que estaba escuchando que revolucionaba mi corazón. Sentía los latidos y escudriñaba mi alrededor por si no era el único que se percataba.
- Dos mil farrucos en una hora y en una tarde -dijo él, separándose y encarándola con una sonrisa seductora- ¡Tía, tía, es la hostia!, después nos montaremos la de Dios.
Se bajaron del autobús. Juntos, cogidos por la cintura, tomaron la calle Castro de oro. Les seguí desde la acera de enfrente convencido de la importancia que tenía saber donde vivía la chica. Era obvio que ella nos llevaría al meollo del asunto aunque seguíamos sin saber a quién nos íbamos a enfrentar. Al periodista que le gustaba olisquear en asuntos turbios estaba metido de lleno en el fregado y, la verdad, que encantado; pletórico en esos momentos.
En la esquina con la calle Ferreira se detuvo la pareja. Se abrazaron y se besaron con lapsos en los que Robert, posando sus manos sobre los cabellos crespos de la chica, le decía algo con vehemencia. Tras diez o quince minutos, se adentraron por la calle Ferreira hasta el portal 25. Volvieron los mimos en el portal y la charla del chico; ella se aferraba al pecho de él y le susurraba en la oreja. Al final se despidieron. Leo desapareció tras la puerta de aluminio de un edificio de fachada tosca y angosta y Robert, después de enchufar sus auriculares al teléfono móvil, desapareció al extremo de la calle.
Me tomé un tiempo para cerciorarme del todo de que Leo vivía allí. Pensé que, acaso, fuese la casa de algún conocido o familiar y que la chica saliese rumbo a su autentico domicilio. Me aposté en la esquina de la calle y vigilé la salida del portal 25 sin perder ripio.
Iniciado mi camino hacia la estación de metro de Oporto, esperando aprovechar la tarde en la redacción con el trabajo atrasado y tranquilizar al redactor jefe, y mientras contemplaba cómo unos adolescentes apedreaban el quiosco de un vendedor de la ONCE, me sonó el teléfono. La pantalla me decía que la llamada era de Baldomero.
- Sí......... ¿Cómo dice? Pero...... Pero...... Si estábamos juntos hace como una hora. ¡Joder, joder!........ Voy para allá, Baldomero. Le llamo cuando llegue a la puerta de urgencias.