María Jamardo
Taxman
The Beatles, cuatro jóvenes emprendedores de fuera de Londres de perfil medio-bajo, eran el estereotipo ciudadano que el laborista británico Harold Wilson quería alentar en su visión de una nueva Gran Bretaña sin diferencia de clases. Para ello y, sorprendentemente, durante su mandato como primer ministro, elevó el tipo máximo del impuesto sobre la renta al 95%.
Taxman, escrito por George Harrison, es el tema que el grupo dedica a criticar duramente el abusivo tipo que pagaba la gente con grandes ingresos -The Beatles, entre ellos- en aquella época en su país. Una tasa descomunal.
Aquel disparate, provocó que muchos músicos de primer nivel, trasladasen su domicilio fiscal a otros países, demostrando una vez más que la subida de tipos en los impuestos que más penalizan los rendimientos del trabajo de los ciudadanos, no sólo no garantizan una mayor recaudación sino que, habitualmente y a efectos prácticos, tanto particulares como empresas tienden frente a esas medidas a dirigir sus domicilios y desarrollar su actividad en jurisdicciones con mejores condiciones fiscales.
Harrison declaraba al respecto: "Durante la época que compuse Taxman fue cuando me di cuenta por primera vez de que aunque habíamos empezado a ganar dinero, la mayoría de éste se nos iba en pagar impuestos. Era, y aún lo es, algo típico. ¿Por qué ha de ser así? ¿Estamos siendo castigados por algo que hemos hecho mal?".
Es muy duro, pero también tremendamente positivo el momento en el que, como Harrison, uno descubre que la mayor parte del dinero que gana se destina al pago de impuestos (en España cerca del 80% del beneficio de las pymes asume esta partida). Porque sólo a partir de entonces es cuando se plantea que el esfuerzo personal dedicado cada día sin excepción a generar riqueza propia, no debe ser penalizado con la excusa de recaudar más para garantizar el gasto social e intentar rebajar el déficit público, razones –ambas- tradicionalmente esgrimidas por los gobiernos, el nuestro en particular, para justificar subidas impositivas y cubrirlas bajo la premisa de equiparar nuestra presión fiscal con la del resto de la UE.
Es lógico que si nos planteamos una reducción del endeudamiento del Estado y de su déficit crónico no quede otra alternativa que actuar sobre dos variables: gasto (reduciendo el despilfarro del consumo y la inversión pública) e ingresos (aumentando los mismos para compensar el anterior) y la forma aparentemente más eficaz y sensible de hacerlo es vía impuestos.
Sin embargo y para que la deducción fuese la correcta, deberíamos como mínimo tener muy claras las premisas:
- España no está por debajo del resto de Europa en presión impositiva. Teniendo en cuenta los tipos impositivos de dos impuestos clave: en el IRPF, la media de la Unión Europea es el 37,5% mientras que en España el tipo máximo del IRPF es el 43% y lo mismo sucede si nos dirigimos al Impuesto de Sociedades, donde frente a la media del 23% en la UE, la española alcanza el 30%.
- Lo que cuenta es el dinero recaudado. No existe una correlación inmediata entre el incremento tributario (subida de tipos) y el incremento recaudatorio (cantidad ingresada). En un entorno donde la actividad económica se encuentra debilitada y sabiendo que los impuestos directos gravan los ingresos de las personas o de las empresas, es evidente que si las primeras no tienen trabajo y las segundas no facturan, por mucho que subamos tipos, no haremos más que generar un efecto perverso – que penaliza la actividad empresarial y emprendedora y que ampliará sin remedio las áreas de economía sumergida- reduciendo la recaudación y aumentando el déficit, porque en realidad lo que sucede es que no hay base sobre la que sustentar el impuesto.
Si bajamos impuestos, en cambio, y con ello fomentamos que se dinamice y fortalezca la actividad económica, aumenten las transacciones y el consumo, mejoren los ingresos familiares y los beneficios empresariales, el resultado será mucho más favorable desde múltiples perspectivas.
- El verdadero problema es el gasto. En España nos hemos atrincherado en un Estado que provoca ineficiencias graves y que reclama cantidades de gasto, cada vez mayores e insostenibles sin un déficit insoportable. Más que actuar sobre los ingresos, salvo para bajarlos, lo ideal sería abordar de una vez por todas la resolución de nuestro talón de Aquiles.
Sobran argumentos a favor de una reducción de los impuestos. Y no sólo porque bajar los tipos implique que muy previsiblemente aumentaremos la recaudación en el medio plazo, sino para premiar al sector privado, que lo ha hecho bien y que es quien ha soportado el mayor esfuerzo durante la crisis.
Pero también sobran razones para recortar drásticamente el gasto. Imprescindible conciliar una rebaja tributaria con la reforma del sector público, para que abandone su actual modelo elefantiásico e hipertrofiado y se convierta en algo bien dimensionado y suficiente para cumplir con las funciones esenciales que corresponden a un Estado mínimo imprescindible.
Tengámoslo en cuenta al analizar los programas electorales y tengámoslo muy en cuenta al decidir nuestro voto el próximo 20D. No debemos elegir a quienes prometan gastar más y mejor, por muy imaginativas que sean sus propuestas, sino a quienes se comprometan a no hacerlo. Y visto lo visto, lo tenemos francamente difícil.