Kabalcanty
La travesía de Ghada
Ghada tiritaba, bajo su chaleco salvavidas, con el cuerpo húmedo por las salpicaduras del agua del mar. Atenazaba con sus brazos a Houda y a Samer, sus hijos pequeños, para protegerlos de la humedad y del hacinamiento de la barcaza de plástico que no paraba de oscilar al envite de las olas. Un brazo púrpura fue surgiendo del horizonte y el calor tímido del sol roció los cuerpos del medio centenar de personas que se entremezclaban en la barcaza. Se escuchó el murmullo de los navegantes que sonaba alivio porque todos intentaron desperezarse con la mirada fija en el signo del amanecer. Y no sólo la noticia del sol fue bienvenida, sino que a lo lejos, como una corteza imprecisa que aparecía y desaparecía al capricho de la subidas y bajadas de la endeble embarcación, se fue adivinando la costa de la isla griega de Lesbos. Algunos, llevados por una alegría incontenible, se levantaron sobre la embarcación lanzando gritos de júbilo pero varios hombres les hicieron sentarse de nuevo pues la barcaza podía volcar y llevar sus anhelos al traste, tal y cómo se lo hicieron saber a todos con palabras enérgicas y ademanes contundentes.
Ghada, sin dejar de abarcar a sus pequeños, escudriñaba, entre guiños para evitar el deslumbramiento solar, el trecho que les quedaba por recorrer buscando la lancha, en la que iban su marido y su hijo mayor Khaled, que había salido quince minutos antes que ellos desde la ciudad turca de Canakkale. "¿Habrán llegado ya a tierra?", se preguntó, intentando hallar algún detalle identificador en la lejanía costera. Nada se veía, tan sólo agitadas aguas verdosas y silencio esperanzador. Habían embarcado de noche cerrada, previo pago al intermediario de casi todos sus ahorros, asegurándoles que en un máximo de tres horas, si la situación atmosférica era propicia, estarían en tierra firme. El barullo y la angustia por embarcar y dejar atrás la barbarie de una guerra insoportablemente larga, separaron a Ghada y sus hijos menores de su marido y primogénito Khaled y sólo los gritos del cabeza de familia, prometiéndole un abrazo familiar en las costas de Lesbos, tranquilizaron a Ghada.
Cuando la costa griega era toda una realidad, fueron descendiendo todos de la barcaza con ansiedad. Ghada encaramó a sus hijos sobre sus hombros y con el agua a la altura del pecho, al rebufo del medio centenar de navegantes, consiguió llegar a la playa. Se desembarazaron todos de sus chalecos salvavidas y comenzaron a adentrarse caminando sobre la fina tierra de la playa. Algunos cayeron de rodillas y dieron gracias a sus dioses antes de comenzar el trayecto y otros, como Ghada, buscaron sobre la linde de la playa algo que no encontraron. Ghada dejó atrás unos metros a sus hijos para cerciorarse del vacío que bañaban las aguas del mar.
- Seguro que nos esperan en el campo de refugiados -le dijo una mujer a su espalda- Pueden haber desembarcado a kilómetros de aquí y lo razonable es que nos esperen allí. Ven con tus pequeños, mi hermano y mi hijo Ahmad nos acompañarán.
El ruido del motor de un helicóptero militar les asustó trayéndoles infaustos recuerdos. La aeronave recorrió brevemente la playa y se adentro en el mar.
Habían andado casi una hora, sobre un camino agreste que bordeaba la base de una montaña, cuando la pequeña Houda comenzó a sentirse mal. Le dieron agua mineral de la pequeña mochila que Ghada colgaba sobre su pecho.
- Tiene fiebre -dijo Ahmad, que cursaba estudios de enfermería hasta que la guerra llegó a su ciudad.
Empapó un pañuelo con agua y se lo anudó sobre la frente a la pequeña tomándola entre los brazos y prosiguiendo la marcha.
El calor iba subiendo de tono a medida que entraba la mañana mientras el grupo descendía por un sendero que le conducía hacia una meseta en dónde, a lo lejos, se intuía una ingente aglomeración humana alrededor de unas tiendas de campaña de lonas color crudo.
Exhaustos llegaron los seis al campo de refugiados. El hermano de la mujer de la playa llevaba montado sobre sus hombros al pequeño Samer y Ahmad abrazaba a Houda que permanecía amodorrada y estremecida por escalofríos. Las mujeres iban detrás con los labios agrietados y apoyándose la una sobre la otra. Un grupo de cascos azules, acompañados por un sanitario de Médicos sin Fronteras, fue a su encuentro llevándoles agua, bocadillos y suero fisiológico. El sanitario les preguntó en inglés sobre su estado de salud y atendió a la pequeña Houda sobre una camilla plegable que extendió uno de los cascos azules. Ghada les respondió en un perfecto inglés habida cuenta de que ella había sido profesora de idiomas en la Escuela Oficial de Lenguas de Damasco.
- Please, if I may say among the newcomers is Mohamed El Bahja Haiduc and his son Khaled? -preguntó Ghada al soldado de mayor rango poco antes de entrar en el asentamiento.
El militar esbozó una media sonrisa y señaló con desánimo la extensión del campo de refugiados.
Miles de personas se arracimaban alrededor de las tiendas de campaña. Todos, en realidad, deambulaban de un lado para otro preguntando al exiguo personal que llevara el chaleco rojo de Médicos sin Fronteras, el casco azul, o traje de campaña del ejército griego. Sentados o tumbados en el suelo, algunos lloraban o dormitaban con los ojos de par en par. Algunos niños miraban expectantes la altura del rostro de los que les tomaban de la mano y otros correteaban zigzagueando entre la muchedumbre. Se oían lamentos, juramentos iracundos enarbolando el puño hacia el cielo, silencios de muchas mujeres que murmuraban para sí clavando sus ojos en un hondo vacío, alguna risa que escapaba al viento.
Ghada observó la entrada al nuevo mundo y sintió un estremecimiento en el alma, una convulsión ajena a sus músculos y a su cerebro. Después, el sanitario se llevó a Houda al hospital de campaña y el pequeño Samer le tomó la mano con una circunspección adulta.