Kabalcanty
Santimonia usual
Invariablemente, y antes de comenzar a trabajar, todos los días laborables acudía al templo a escuchar misa de ocho de la mañana, la primera que se ofrecía a los feligreses. Se sentaba en un banco delantero, cercano al altar, y seguía la liturgia con la más absoluta de las devociones con la salvedad del tic que le hacía retocarse los extremos de su breve bigote. El toque de altanería que arqueaba sus cejas invadiendo terreno a su frente retrocedía y se acomodaba a un relax que las estiraba sobre sus ojos dándole una apariencia casi bondadosa a su rostro. Se diría que el templo, su recogimiento, su silencio, su aire céreo, la letanía monocorde del sacerdote que escupían los altavoces, y posiblemente su fe, convertían a Luis Ángel en un ser menos ácido, un remanso de espiritualidad como él mismo se decía cuando un problema laboral o familiar le acosaba y llevaba su mente al recuerdo de esos treinta minutos diarios en el templo. El momento cumbre ocurría tras la ceremonia de la comunión. El sacerdote colocaba la hostia sobre su lengua y caminaba, baja la cabeza y con los párpados semientornados, hasta su reclinatorio para entregarse a un acto de contrición de no menos de cinco minutos. Terminado el acto religioso, recorriendo la calle que le llevaba en pocos minutos a su centro de trabajo, Luis Ángel se sentía un hombre más fluido, más ligero, un hombre limpio y congraciado con Dios que no temía a la vida ni a la muerte. Curiosamente, sus cejas habían vuelto a curvarse en la parcela de la frente y su bigote, fino y cortado concienzudamente a ras de los labios, había retornado a su pose severa de recomposición permanente.
La sección de confección masculina de los grandes almacenes se movía con parsimonia nada más abrir al público. Se recolocaban carteles y prendas mal dobladas sobre perchas o mostradores con la tranquilidad de que los clientes no llegarían en masa hasta pasadas dos o tres horas. Se aprovechaba, mientras se hacían esas tareas, para conversar con el compañero o perfilarse el uniforme.
Se hizo un súbito silencio y la actividad se redobló cuando Luis Ángel Ballester apareció al final del pasillo. Musitó un "buenos días" seco y se dirigió a Caja Central. A su paso se encontró con Tony, un vendedor joven y en prácticas que destacaba por su jovialidad.
- Antonio, -le dijo Luis Ángel, mirándole con fijeza- le recuerdo a usted que el lugar de trabajo no es ninguna tasca y que la conversación se aparca para cuando salga por la tarde. Es la última vez que se lo digo ¿entendido?
Tony se ruborizó y asintió azorado.
En Caja Central estaba Blanca tecleando alternativamente sobre un ordenador y una digitalizada caja registradora.
-¿Alguna novedad, Blanca?
- Bueno, -contestó ella, visiblemente nerviosa- hay dos operaciones con tarjetas de crédito que están dando problemas, los datos dan como erróneos y la entidad bancaria los rechaza, pero creo.......
-¿Quiénes hicieron la transacción?-cortó tajante Luis Ángel.
Blanca se secó la humedad de sus manos sobre la falda de su uniforme y se pasó la lengua por los labios.
- Arana hizo las dos.
- ¡La puta madre que le parió al tipo este! -exclamó Luis Ángel, cerrando uno de sus puños- Esto se va a terminar de una puñetera vez.
A media mañana, en la cafetería de los grandes almacenes, Luis Ángel Ballester solía desayunar con Tomás Merino, el gerente. Tomaban siempre el desayuno continental: café con leche y zumo de naranja con dos medialunas de jamón york y queso.
- .....Y lo de Marchena es de traca -le decía Luis Ángel al gerente, mientras desayunaban en una mesa junto a una enorme fotografía en blanco y negro enmarcada de los grandes almacenes en sus inicios- le ascienden con la cantidad de pufos que tiene a sus espaldas. Ya sabes, es el lacayo de Arregui y ante eso todos boca abajo. ¿No me digas, Tomás, que yo con mi trayectoria y con los años que llevo no me merezco ese ascenso y más?
- Pero no tienes ese padrino, Luis, y entonces a joderse y a apretar el culo para no peerse. Ya sabes lo que en estos tiempos vale un puesto como el nuestro, un potosí, Luisito, un potosí.
- Por cierto, antes de que se me olvide, oye, quiero a Arana fuera de mi sección y de mi planta; me tiene hasta los mismísimos.
- Arana, Arana -mencionó Merino, rememorando- Ah ya, ya recuerdo. Ese hombre tiene que tener los cicuentaytantos; le hundimos si le ponemos de patitas en la calle.
- Haz lo que quieras, mándale al almacén, a reclamaciones, al paro, pero quítamelo de mi vista. Ya sabes cómo me gusta a mí el personal a mi cargo y cuando me sobra, me sobra del todo.
A la mañana siguiente, como de costumbre, Luis Ángel aseaba su alma en el templo con la forma sagrada navegando por su estómago, arrodillado, con los párpados entornados, y el rostro apoyado sobre sus puños. El viento le traía el olor de las velas quemándose y el zumbido del silencio le acariciaba los oídos. Daba gracias a Dios por su infinita comprensión y le agradecía fervientemente la iluminación espiritual que le otorgaba. Luego se le empezaban a doblar en expansión las cejas y el bigote se le erizaba como púas sobre la boca.