Kabalcanty
Las veleidades de la fiebre
Escuché cerrarse la puerta por tercera vez y supe que el último miembro de mi familia había salido. Dentro de la cama me pesaba el cuerpo, me sobraba la garganta como si fuese una lija incrustada en la faringe, me bullía el pecho y notaba el calor en los ojos de la subida de la fiebre. Me levanté para tomarme el antibiótico junto con dos o tres galletas y un café con leche bien caliente. Cuando volví al cuarto, miré de reojo el libro sobre la mesilla pero me metí entre las sábanas sin más ánimo que conciliar un sueño tan largo que me devolviera al despertar la salud. Me molesta sobremanera estar convaleciente tanto o más que los ruidos, los atascos, el día de San Valentín o los domingos por la tarde.
No sé cuando tiempo llevaría dormido cuando un cosquilleo en la mejilla me hizo desperezar el ojo que no tenía pegado a la almohada. El ala de su sombrero me rozaba la cara encaramada a una sonrisa vehementemente conciliadora. Sacudió la cabeza cuando se cercioró que estaba bien despierto.
- Quieras que no, uno siempre se asusta un poco cuando andas enfermo. Siempre surge el gran interrogante: y si esta vez la espicha.
Me dijo K., yendo a sentarse a los pies de la cama. "Y lo mismo les pasa a estos"
En el marco de la puerta de la habitación reconocí las cabezas agolpadas de Baldomero, Otho, El Sombrerero, Elias Sender, María e Isaac, el mismísimo Sololokus con su máscara antigás, y una retahíla que se perdía hacia la profundidad de la casa.
- Mira Jota -se destacó Baldomero del grupo, secándose las manos con el paño que siempre reposaba sobre su hombro. Posaba su mirada en la punta de sus pies evitando mis ojos febriles- no creas que esta visita es cosa del tocapelotas de K., no, de verdad que no. Lo hemos decidido entre todos un poco inquietos.....acojonados por tu salud. Ya no eres un chaval y andas "delicao" con la hostia del tabaco y, bueno, que ¡leches! que si tú no nos mueves nosotros no somos nada. No creo que sea nada raro que le pase esto a un escribidor, me refiero a que sus personajes velen por su salud, digo.
Seguro que estaba en algún delirio producido por la fiebre, sin embargo me sentía a gusto; el malhumor de la gripe se me disipaba entre la corteza más epidérmica de la imaginación.
Examiné a Baldomero, luego a K., y reconocí mis antiguas palabras en sus semblantes cariacontecidos. El carácter determinante y extrovertido de ellos se tornaba en una humanidad tan cercana a la de carne y hueso que se escapaba a cualquier cálculo. Los imaginaba danzando, llenando folios en blanco, rebelándose ante cualquier avatar que los adjetivara o nombrara, pero jamás, ni en el instante más álgido de la creatividad, los había sentido tan cercanos y tan emancipados. Eran una piña de parentela barroca que recelaba de una supuesta orfandad que los abandonara al ostracismo de un vertedero de papel donde su suerte posible sería el reciclaje más anónimo, su muerte más cruel, el olvido por el olvido.
- Tu jeta me dice que te ha sentado bien la visita, colega- dijo K., colgándose un pitillo entre los labios e indicándose con un gesto que no pensaba encenderlo- por mucho careto de mala leche que nos pusieras al principio.
- Hostia que sí -añadió Baldomero- Es que tenías una cara de cordero a medio degollar de mil pares de cojones. Jack Palance te habría metido una bala para aliviar tu sufrimiento -terminó diciendo sin disimular la sonrisa.
*******
El termómetro me mostró un guarismo aceptable. Recogí el sombrero de los pies de la cama, lo puse sobre la esquina del sinfonier y, decididamente, abandoné la habitación que me tenía enclaustrado cuatro días. Era mediodía y un velado sol primaveral se filtraba por los visillos del salón. Eché un vistazo a los libros, de izquierda a derecha y de arriba abajo, para sopesar lo amueblada que estaba mi soledad. Abrí una de las hojas de la ventana. Me acodé sobre el alféizar y respiré todo lo hondo que pude. Naturalmente tosí. Abajo, los contenedores de basura rebosaban bolsas que un anciano, a cierta distancia, tanteaba apoyado en un bastón metálico. Un viento fresco movía las recientes hojas de los árboles de la avenida. En la parada del autobús media docena de personas compartía su silencio mirando en lontananza la llegada del vehículo. Una urraca se columpiaba en una rama extremadamente delgada mientras su nervioso otear goteaba indiferencia en el filo de su pico. En la esquina, junto al semáforo, un perro negro, con las orejas envaradas, comenzó a ladrarme al descubrir mi atalaya. Su dueño pareció reprenderle al tiempo que también me localizaba. Les saludé a los dos agitando la mano. Siempre era reconfortante que alguien reparara que ya no tenía fiebre.