Manuel Pérez Lourido
Todos volamos
Subirse a un avión es hacer un ejercicio de fe. Ponemos nuestra confianza en que el aparato en cuestión depegará y no dejará de volar hasta el momento del aterrizaje, y en que todas esas maniobras se realizarán sin menoscabo de nuestra integridad física. A raíz del desgraciado incidente en los Alpes hemos reparado en que también ponemos nuestra confianza en manos de unos pilotos. Las autoridades competentes pueden establecer todo tipo de mecanismos para lograr la máxima seguridad de que la condición física u psíquica de los pilotos es óptima, pero cada vez que sale el sol estamos ante un nuevo día, y la vida no pide permiso para empezar cada segundo, ni tampoco para terminarse.
Pendemos de un hilo. Nosotros, que hemos pisado la luna y enviado satélites al espacio para hacernos la vida más fácil (o complicárnosla más), seguimos siendo unos seres frágiles que no pueden asegurar dónde estarán en el minuto siguiente. He ahí también la grandeza del ser humano.
Existen explicaciones filosóficas, científicas y religiosas para amparar de algún modo esta paradójica tesitura y no son tan excluyentes entre sí como puedieran paracer a simple vista. Las dos primeras se nutren de las revelaciones obtenidas por el intelecto del hombre, la tercera suele depositar la sabiduría en un revelación externa.
La fe es un camino que hoy en día goza de poco predicamento. A partir del racionalismo del XVIII el ser humano ha elegido poner su destino en manos de sus propias percepciones. No es extraño asimilar la profesión de un credo religioso con una cierta debilidad a la hora de afrontar un acontecimiento como el de la muerte. Por su parte los depositarios de esa fe suelen considerarse afortunados y creen absurda una existencia extramuros de la misma.
Lo cierto y verdad es que unos y otros deambulamos por la piel de la realidad armados con nuestros sentidos, nuestro razonamiento y nuestra capacidad para admitir y percibir, o no, un ámbito espiritual en ese viaje. Este último parámetro es que que hace la diferencia.
Pero todos estamos aquí de prestado, provistos de un billete de vuelo que tiene una fecha de caducidad que ignoramos y que se nos puede revelar en cualquier momento, bajo cualquier circunstacia, cualquiera que sea nuestra edad, condición social o vital.
Esto, por doloroso que resulte, es algo que no conviene olvidar aunque nuestra tendencia natural es a hacerlo y por ello nos estremece un suceso como el del vuelo Barcelona-Düseldorf.