Kabalcanty
Un paseo concéntrico (Parte 1)
Le gustaba pasear por las calles solitarias a primeras horas de la mañana del primer día del año. Pintaba de colores el desbarajuste en las aceras de la cultura del ruido con sus auriculares conectados a su aparato mp3. Serpentinas pisoteadas, vomitonas, cascos de botellas, gorros de cartón o meadas resecas atrapando lentejuelas, tomaban forma en sus oídos y se incorporaban como un festejo que imprimía a su paseo una visión placentera: ser el único habitante tras una hecatombe como en esas películas catastrofistas tan en boga. Le resultaba cómico adentrarse en la ficción y contemplar el desastre con esa pizca irónica con la que le gustaba aderezar la mayor parte de los avatares de la vida. Algún "superviviente" se cruzaba en su camino haciendo footing, dedicándole un reojo desconfiado como si se tratase de un borracho trasnochado o de un chalado solitario que aprovechó el follón del fin de año para escaparse del psiquiátrico de turno. ÿl les sonreía, incluso les saludaba efusivamente agitando la mano, lo que solía acrecentar la sospecha del otro obligando a su trote y a la dirección a seguir. Se estrenaba un nuevo año pero las cosas seguían de forma parecida a lo largo y ancho de la gran ciudad.
En la zona más alta de la avenida se detuvo. Contempló a lo lejos el enjambre neblinoso que envolvía al barrio de Kavaranchel y, adrede, saltó tres pistas en su aparato musical. Cruzó el pasado en el camino y lo miraba y no podía llorar. Entre el crepúsculo y el alba no hizo otra cosa que dejarse llevar... Paladeaba la canción como una oración que tararease el viento. Después infló sus mermados pulmones con el aire contaminado, idéntico al del pasado año, y giró a la izquierda, desviándose del trayecto que le conduciría al barrio; no era momento para habitar sueños, se dijo, dando unos pasos de baile acordes a la música que escuchaba.
Al cabo de unos minutos, le llamaron la atención unas puertas abiertas de par en par ante las que un tipo rebuscaba en unos contenedores de basura. Se desenganchó los auriculares y se acercó buscándose el paquete de tabaco en los bolsillos de la cazadora.
- Feliz año, amigo. ¿Te apetece un pitillo? -dijo, mostrando el paquete.
El mendigo era un hombre joven, de unos treinta y pocos años, llevaba un gorro de lana y unas viejas deportivas por las que sobresalían los calcetines en la puntera. Se asustó en un principio, pero aceptó de buen grado el cigarrillo.
- ¿Quieres? - dijo el joven, enseñándole varias botellas de champán mediadas que guardaba tras los contenedores. - Al final de las fiestas siempre quedan migajas apetecibles -añadió, señalando las botellas y sacando del bolsillo de su abrigo una bolsa con una amalgama de dulces.
El hombre negó con la cabeza y le preguntó si se podía entrar al local.
- Supongo que sí, los mendas que limpian se han ido a tomar café y las puertas de los camerinos y oficinas "chapás", que es donde podía haber algo de interés.
Era un viejo teatro tras la función especial de Nochevieja. Estaban encendidas las luces amarillentas de emergencia y sobre el escenario un foco dejaba caer su haz luminoso como avivando una Luna durmiente. Era pequeño, sin anfiteatro, ni palcos, sólo la platea repleta de bolsas de cotillón destripadas y vasos transparentes de plástico encima de las butacas o esparcidos por el suelo. Caminaba por el pasillo central encantado por ese hallazgo fortuito. Se desabrochó la cazadora y se quitó el pañuelo del cuello; en comparación al frío de afuera, el teatro era un lugar casi caluroso. Un penetrante olor a dulzor enranciado venía a ráfagas con la corriente de aire. Ya cerca del escenario, en una zona oscura, justo debajo de la concha del apuntador, distinguió una figura sentada con la cabeza entre las rodillas. "Buen día. Feliz año", dijo elevando la voz. La figura se desperezó lentamente y, arrastrando sus pies, fue hasta la curva del escenario más cercana al hombre.
- Feliz año 2015, caballero -dijo con una voz aflautada que denotaba cierto cansancio.
Acercándose pudo apreciar a una persona de edad avanzada enfundada en un traje de arlequín muy holgado. Los vivos colores rojos y verdes, en parches romboideos, de su indumentaria contrastaban con su rostro arrugado y decrépito. En la fina línea de sus labios macilentos se dibujaba una especie de sonrisa paralela a un jadeo asmático que le inflaba y desinflaba en un continuo vaivén.
- Perdone, mi curiosidad ociosa me ha hecho entrar al teatro. Me llamo K. -se acercó, tendiéndole la mano al anciano.
Estrechó una mano sarmentosa no exenta de un ligero temblor.
- No se preocupe, señor K., para mí es una inusual distracción; a los viejos sólo nos hacemos caso los viejos.
K. se percató que detrás de sus orejas había rastros de maquillaje blanquecino. De igual modo, ya más de cerca, recostados ambos sobre la línea de candilejas, era muy difícil asegurar si aquel anciano era hombre o mujer.
- A mí puede llamarme Karlin, Karlin a secas como el buen orujo.