Paco Valero
El malvado Ruano
Un lugar común dice que con buenas intenciones no se puede hacer buena literatura. El arte al parecer exige ser algo canallesco. Si fuera así, aunque a mí me parece una tontería ese "malditismo", nadie gana a César González-Ruano en el panorama peninsular. La mala fama le acompañaba ya cuando vivía (murió en 1965) e incluso sirvió luego para dorar el mito. Pero después de leer la biografía que le han dedicado Rosa Sala y Plàcid Garcia-Planas (El marqués y la esvástica. César González-Ruano y los judíos en el París ocupado, Anagrama 2014), el asco que produce es irreprimible. Vendió su pluma a los nazis, a los fascistas italianos, despreciaba a Franco "por judío" y saqueó todo lo que pudo a los judíos atrapados en el París ocupado por los alemanes, e incluso pudo venderles falsos salvoconductos que los debían llevar a la frontera española, aunque acababan con un tiro en la espalda en los Pirineos para robarles lo que llevaban en su huida.
Todo le valía para mantener su aristocrática vida y sus pretensiones de falso marqués de Cagigal a este corresponsal de ABC y otros diarios que mereció incluso el desprecio de los nazis y de los fascistas. Su vileza era también demasiada para ellos. Y sin embargo, hasta hace unos días uno de los premios más importantes de periodismo en España llevaba su nombre y era el más generoso en dinero de todos: 30.000 euros a la columna premiada. Lo financiaba la Fundación Mapfre, que solo ahora, tras la salida del libro y después de haber negado a los autores de la biografía sus archivos para la investigación, ha decidido retirar el nombre del escritor madrileño al premio. Pero aún puedes pasearte por una calle Ruano en Madrid o Cuenca, y es posible que hasta en alguna ciudad más, y no me extrañaría que lleve su nombre algún instituto o colegio.
Algo así sería inconcebible, por ejemplo, en Francia: ninguna calle ni premio literario ni reconocimiento público lleva el nombre de Louis-Ferdinand Céline, el antisemita y colaborador con los nazis, aun siendo un hombre de un talento inmenso que mantenía un compromiso profundo con lo que escribía, a diferencia de Ruano, como dijo hace unos días Antonio Muñoz Molina en su columna de Babelia. Y eso es lo que más cuesta de entender: ¿por qué aquí somos incapaces de ponernos de acuerdo sobre lo que merece reconocimiento ciudadano y lo que no?
Como escritor, a algunos Ruano les puede parecer magnífico: tiene esa prosa hinchada que en España siempre ha contado con admiradores y que no pocos columnistas han imitado o intentado secundar. Incluso hoy es posible seguir su rastro en esos autores que se jactan de levantarse la crónica o lo que sea solo con la pluma, sin contenido, a base de artificios y descalificaciones. Allá ellos. Afortunadamente también hay de los otros. Y en el libro dedicado a Ruano aparece un magnífico ejemplo: Bermúdez Cañete, el corresponsal en Berlín del diario derechista El Debate. Estaba no menos intoxicado por la ideología nazi que Ruano y el régimen alemán lo consideraba un "amigo", hasta que la bárbara realidad se fue imponiendo a sus ojos y de allí la trasladó a sus crónicas; acabó siendo expulsado. Era un derechista atrapado en un tiempo extremo, y su ideología tiene que ser repudiada sin miramientos, pero él no: reaccionó como un hombre decente. Algo que de ninguna manera se puede decir de Ruano.
Pero aquí, lamentablemente, seguimos confundiendo las obras y los días. Las obras están ahí, para ser valoradas, y el tiempo sin duda ayuda a mirarlas con menos crispación y mayor objetividad. Pero los días, la vida, son otra cosa. En eso el tamiz de la historia debería ser implacable.