Kabalcanty
Dos fábulas extravagantes de "El Tuerto" - (Segunda parte)
...- ¿Puedo ayudar en algo a vuesa merced?
La voz anciana, pero firme, de un ser de carnes secas, envuelto en un traje marrón de corte anticuado, dos o tres tallas superiores a la suya, me tendía una mano temblorosa desde el umbral de aquel despacho sui géneris.
Me presenté y le conté el motivo de mi presencia. ÿl pareció no darle importancia alguna al motivo de mi visita, dando unos manotazos a la montonera de papeles de la mesa, e invitándome luego a sentarme frente a él. Alonso Quijano tardó unos instantes más en sentarse, pues lo hizo de forma escalonada, como si adoptar la postura que le sugería la silla fuese un concienzudo acto de concentración muscular.
Llevaba una perilla, terminada en punta, amarillenta, a juego con sus cabellos que, aunque abundantes, mermados un su frente. Al hablar, sus ojos vivos y acuosos se posaban más allá de mi cabeza, en un punto alto y lejano que se me antojó hasta recóndito.
- Habrá tenido en cuenta, vuesa merced, -comenzó a decir, estirándose las mangas de su chaqueta que tendían a cubrirle sus sarmentosas manos- que los desfacedores de entuertos no somos bocado de chanza.
-Por supuesto, señor Quijano. Yo, bueno, mis amigos y yo nos sentimos seriamente agraviados como para tomarnos a broma el asunto.
El artificioso dramatismo que imponía a la entonación de sus palabras no me resultaba extraño a tenor de todo el vetusto teatro que nos rodeaba. Casi, por decirlo de alguna manera, me hacía sentirme a gusto en esa ... perogrullada.
- Siempre lo menciono porque un tal Avellaneda, que el diablo lo tenga en su seno, hace años que le sirvió de mofa y refocilgueo mi sapiencia para desfacer entuertos. Incluso llegó, el malandrín, a novelarlo como comedia bufa.
- No es mi intención.
- Felixmarte de Hirania, Olivante de Laura, Palmerín de Olivia, Tiránt lo Blanc y el mayúsculo Amadis de Gaula, cuentan en sus tintas singulares gestas contra monumentales entuertos en los que siempre prevaleció la honrosa y épica victoria de la caballería andante, sine qua non de la fe en la fermosura de la razón del existir del bien nacido.
Parecía estar en lo alto de un púlpito arengando a sus fieles seguidores.
- Hay tres clases de entuertos: los que se ocultan tras un parche, melindrosos porque su condición les resulta íntimamente vergonzante; los que bizquean porque se hallan entre el cielo y el infierno, y los del ojo seco que miran a mitad sin rubor alguno. Estos últimos, a fe mía, son los más dañinos. ¿Cuál sería la forma del agraviante de vuesa merced?
- Sin duda, el del parche.
- Pues mejor que mejor. Timoratos y cobardes, como los infieles turcos que combatió mi padre, que en gloria del Altísimo esté, son débiles de mollera y de proceder torpe y previsible.
- Hace un tiempo le veía con bastante frecuencia.
Me escudriñó, por vez primera, con una pizca de desconfianza; parecía estar valorándome. Luego, se mesó la perilla y se enfrascó en una meditación, mirando con fruición el sindiós de la mesa.
-¡¡ Por todas las hordas de batanes!! - exclamó, dándose un toque en la frente- Lo suyo es un clarividente caso de entuerto racheado. Va y viene, y como le coja la horma, se queda a disfrutar del abordaje. ¡Ay, si mi difunta Dulcinea, señora de El Toboso, hubiese estado en estos halados momentos! De fiar es que habría sellado mis labios con su candoroso beso, claro, cuando vuesa merced nos hubiese dejado solos.
Estaba exultante el anciano, clavando su mirada en un amenazante techo desconchado.
- ¿Tiene algo sobre "La noche de los entuertos vivientes"?
- Claro, el DVD. Es que me apasiona George A. Ro........
- Lo justo y necesario.- cortó, sin darme opciones- Escoja cualquier punto de la ciudad y ponga un tenderete, un reclamo ultramarino, una comercialidad eventual, exhibiendo toda esa mercadería. Cuanto más repetitiva sea, más largo será el anzuelo.
- Así de sencillo.
- Sencillo no hay nada, mancebo.
Asentí, evaluando el siguiente paso para la búsqueda.
- Eso sí, mucho cuidado con El Gran Encantador y con El Caballero de la Blanca Luna. Son muy capaces de desviarle de su tesón y mandarle a casa con la cabeza caliente y los pies fríos.
Me despedí de Don Alonso Quijano, no sin antes rellenarle uno de los cheques firmados que mi amigo Lorenzo, el amigo que me metió en este asunto, había donado a la causa. La verdad es que a la hora de cobrar el anciano no estaba tan obsoleto.