Kabalcanty
Las albóndigas de Ibrahima
Se agarran al trenzado del alambre de la valla con la fiereza que les empuja el infierno de la pobreza extrema que dejan a sus espaldas. Pasan varios meses soportando temperaturas límite, vejaciones, enfermedades, extorsiones, durante el camino inhóspito que les lleva a la puerta norte de África. A veces en ese último paso, el de la escalada de la valla o del desembarco furtivo, la muerte se les interpone y deja sus cuerpos desnutridos, exhaustos en ese sprint final, en una playa solitaria o en tierra firme, a unos metros del pretendido paraíso, a unos pasos de que su refractaria piel oscura se nutra con un simple vaso de agua clara o un corrusco de pan. Con fe ciega, aquellos que consigan escalar la civilización, tratarán de sonreír tiritando de fiebre, machacados, cubiertos con unas mantas que cubren sus harapos, mirando un infinito prometedor desde sus ojos inmensamente blancos. En pie junto a ellos, custodiando el pelotón de desheredados, o curioseando este espectáculo dantesco, los que presuntamente civilizamos, explotamos, convertimos, engañamos a estas gentes de piel oscura, les observamos sopesando la suerte que tenemos de encontrarnos a este lado de la valla. Les escudriñamos y no nos reconocemos, escuchamos su alegría sorda y sentimos pena. Ellos creerán que han arribado a la tierra de la abundancia y la igualdad, y nosotros curtiremos aún más la desmemoria mascullando justificaciones que nos permitan seguir echando la siesta a pierna suelta.
A Ibrahima le conocí cuando yo era trabajador activo. Era delgado y fuerte con una cicatriz que abarcaba desde la comisura de sus labios hasta la mitad del pómulo. Era un "recuerdo", como él decía quitándole hierro al asunto, de la guerra civil en Sierra Leona, su país natal, que enfrentó a las etnias temne y mende y que en el año 2009, al finalizar la contienda, arrojó la escalofriante cifra de 120.000 muertos sólo en personas civiles. Hablaba poco de esa guerra que le pilló siendo un niño, sin embargo su mirada siempre límpida se le enturbiaba cuando yo le preguntaba, indiscretamente pero lleno de una curiosidad que trataba de aclararme cómo un hombre que había pasado tantas penalidades podía irradiar tanto entusiasmo y optimismo, por esos años oscuros.
A la hora de la comida éramos pocos y el único español yo. En el comedor laboral Ibrahima se sentaba todos los días frente a mí de la misma manera que todos los días comía una lata de albóndigas. Al cuarto día no pude resistirlo más y le hablé mientras él comía con los ojos bajos. "¿Quieres que te acompañe mañana al supermercado para que sepas elegir una comida diferente?" Tenía claro que era el idioma (apenas hablaba español y nos comunicábamos algo en portugués) lo que le impedía manejarse en el supermercado y claramente escogía las albóndigas ya que la foto sobre la lata mostraba las bolas de carne elocuentemente. Al día siguiente, aunque él no me lo pidió, le acompañé a comprar. Le ayudé a elegir la comida que más podía gustarle, aunque su paladar era de lo más escueto lógicamente, y a manejarse con las monedas y los billetes a la hora de pagar. Día a día fuimos intimando durante esas comidas laborales y sus concisas sobremesas. Descubrí a un ser noble, con una bondad casi pueril y una inteligencia despierta que derrochaba alegría a pesar de haber perdido a toda su familia en la guerra y haberla sufrido en su propia carne. Aterrizó en España en una patera y desde entonces sólo miró hacia adelante.
Estuvimos en contacto telefónico tiempo después, una vez terminado el trabajo que nos unía, hasta que un día dejó de llamarme y de contestar mis llamadas. Años después me topé con Fofana, paisano y compañero suyo, en la estación de Atocha. Me contó que Ibrahima había fallecido en un accidente laboral tiempo atrás. Trabajaban de ferrallistas al igual que muchos africanos que llegaron entrados los años 90 a la gran ciudad.
Ahora ha vuelto al barrio de Kavaranchel. Vende bolsos y pulseras por los establecimientos del barrio que confecciona él mismo. A Ana le encantan sus pulseras, su labrado vistoso y reluciente, su acabado sutil, y no me perdonaría si no le comprara alguna de vez en cuando.
- ¡Coño, Makelele! - exclama Baldomero al verle entrar en el bar - Ya vienes cargado con todo tu trigémino ambulante. Ven "pa ca" que le voy a coger una pulserita a Marujita.
Ibrahima nos deslumbra con el albor de sus dientes y se acerca a la barra.
- Mi "cosinero Jesu" y el señor "Malmoredo" , clientes top.- dice entre risas y guiñándome un ojo.
- Déjate de chicoleos y enséñame la mercancía.
Ibrahima coloca sobre el mostrador un montón de pulseras y colgantes que saca de su bolsón. Contemplo su perfil charolado surcado por la cicatriz y sus manos trabajadas, sus movimientos pausados, armoniosos. Está igual que entonces. Rozo la corteza de su sombra disimuladamente y le siento cerca, muy cerca, accesible, real.