Kabalcanty
Soledades (El físico. 2ª parte)
Ahora que soy una vieja cercana a los ochenta años, recuerdo desde la distancia esos años como los más horribles de mi vida. Era una quinceañera, con todas las ilusiones y sueños a estrenar, que por cambiar este cuerpo que me cubre con obesidad mórbida estuvo a punto de despedirse de la existencia con el objetivo primordial de ser aceptada por los demás.
Probamos con fe ciega la fórmula del laxante Lax1000. Perdimos kilos en pocas semanas sin confesar a nadie nuestro secreto. Procurábamos utilizar aseos públicos o los de nuestra propia casa de madrugada para no levantar sospechas. Comprábamos el producto por internet y lo hacíamos llegar hasta los buzones del centro comercial por lo que nuestro rastro no dejaba huellas. Lourdes y Yolanda fueron las primeras que notaron nuestra pérdida de peso. "Chicas, el pantalón os da una talla menos. ¿Qué hacéis? Contadnos el secreto, porfa". Pero nosotras les decíamos que era simplemente porque comíamos menos y nos movíamos más.
— Unos ejercicios que hacemos por las mañanas antes de venir a clase. Están en Youtube y funcionan.
Les decíamos, ufanas de la transformación de nuestros cuerpos.
Pero llegó la otra cara de la moneda. Pronto tuvimos mareos, problemas con la regla y vómitos espontáneos que nos ponían en evidencia a la hora y en el lugar que fuera. Marisa fue la primera que los sintió. Y, claro, en su familia cundió la alarma. Encarecidamente le exigían ir al médico pero ella, conocedora del origen del problema, se negaba. Luego fui yo.
— Estas más delgada, lo veo, todos lo vemos, y eso unido a todo lo demás nos dice que tienes algún virus de esos que rondan por todos sitios. Mañana vamos al médico.
Sin embargo, evadíamos la consulta como fuera. No podíamos permitirnos dejar el laxante ahora que notábamos sus resultados. A pesar de encontrarnos mal, el que nos estuviese grande la ropa de hacia unos meses nos daba fuerzas más que suficientes para seguir nuestra cruzada contra el peso.
Marisa ingresó en el hospital antes de los exámenes finales. Una mañana se desmayó y no volvió a despertarse hasta que los servicios médicos de urgencia la reanimaron.
El tema corrió como la pólvora en pocas horas.
Yo seguí unas semanas más con el laxante, a pesar de que mi amiga seguía ingresada en el hospital. Hice los exámenes parciales finales en un estado catatónico que me inducía al vómito y al vahído, y días después me ingresaron también a mí incapaz de sostenerme en pie.
De los primeros días en el hospital apenas recuerdo nada: los brazos llenos de vías y tumbada en la cama entre pesadillas continuas. Veía a mis familiares alrededor del lecho como en un sueño del que me era incapaz despertar. Médicos y enfermeras que me hablaban lejanos y me movían murmurando palabras que cazaba al vuelo borroso de mi debilidad. Los rostros de mis padres compungidos, aterrados observando mi indolencia en la cama, y el tiempo discurriendo como si fuesen horas los minutos.
Cuando reaccioné a la realidad y reconocí mi entorno, mi cuerpo era un amasijo de pellejos colgantes atenazado por el embotamiento. Mi pareció horripilante mi descubrimiento cuando levanté el brazo y vi un fleco de carne oscilante rozándome un lado de la cara. Me vino a la cabeza un enorme espejo y grité enloquecida sacudiendo mi cuerpo en la cama. ¡Era el proyecto de un cadáver! Desde aquel día aborrecí siempre a los espejos.
Marisa salió del hospital al contrario que yo que seguí durante un tiempo que me pareció eterno. No quería ver a nadie, ni siquiera a mi hermano Ramón, mientras mi cuerpo iba recuperándose cogiendo los kilos de antaño. Al salir del hospital la Seguridad Social me proporcionó un psicólogo para apoyarme, pero apenas duró unos meses. De todas formas, de lo único que me sirvió la ayuda psicológica fue para atiborrarme a pastillas que me dejaban medio alelada todo el día. Encerrada en mí misma, odiando mi cuerpo y detestando la posibilidad de ver a nadie, pasaba las horas metida en mi cuarto. Ojeaba internet sin detenerme en nada, por supuesto fuera de las redes sociales, miraba la televisión y escuchaba música añorando una vida que ya daba por terminada. Mi depresión crecía a pasos agigantados sin que mis padres, sin poder económico y ya sin el apoyo de la Seguridad Social, pudieran hacer gran cosa. Escudriñaba por la ventana de mi habitación la luz del amanecer y las sombras galopantes sobre el atardecer con la esperanza de poder conciliar el sueño y olvidarme por unas horas que existía. Tenía arrebatos de furia cuando mi madre o mi padre me aconsejaban que retomara mis estudios y que saliera de casa para hacer una vida normal. Les chillaba como una posesa negándoles esa posibilidad.
— ¡Soy una jodida gorda asquerosa cuyo verdadero motivo para vivir es estar encerrada entre estas cuatro paredes! ¡Me odia el mundo! ¡Joder, es que no lo veis!
Les gritaba fuera de mí y amenazándoles con los puños en alto.
El tiempo pasa y el dolor llega a cicatrizar cubriendo la herida, pero sin olvidarla. Mi hermano Ramón entró en el instituto y uno de aquellos días se presentó en casa con mi amiga Marisa. Ella había regresado al insti. Había conseguido acabar el bachillerato y ahora se presentaba a unas oposiciones para entrar en Ferrocarriles. Aunque sentí terror al verla, el horror a que viera la dejadez extrema de mi cuerpo, su derrota y la mía, me alegró sobremanera su presencia. Había vuelto a coger muchos kilos pero parecía no importarle.
— Me he dado cuenta que la felicidad no tiene porque reflejarse en los espejos. Los chicos me siguen dando de lado pero ahora paso de eso. ¡Quiero vivir a mi manera!
Me confesó alegre y con esa chispa convincente en los ojos, igual a la del día que me contó lo del laxante.
Vino a mi casa otras dos o tres veces después de pasar años sin que yo quisiera ver a nadie. Notaba que me hacía bien, que un rayo de esperanza surgía entre la tundra de mi cuarto. Luego dejó de venir porque aprobó las oposiciones y la destinaron a un pueblo del norte, pero me dejó abierta la puerta de la vida exterior y, al cabo de unos meses, conseguí atravesarla.
Entré en la fábrica de componentes electrónicos recién estrenados los veinte años. Mi padre conocía desde la infancia al encargado de la sección de embalado y, como yo tenía reconocida oficialmente una minusvalía psíquica, mi contratación suponía para la empresa un ahorro considerable. Comenzaba mi vida adulta. Lo consideré una fantástica victoria.