Kabalcanty
Soledades (La madre. 3ª parte y última)
He acabado adaptándome a esta nueva vida. Mamá murió hace más de un año y medio y, a pesar de lo mucho que me opuse a salir de la casa en la que vivimos juntos, me trajeron aquí. Creí que moriría fuera de la casa, sin embargo no ocurrió y casi me alegro porque a este lugar también ha venido mamá.
Tengo una habitación para mí solo, disfruto de las cosas apreciadas que llenan mis días y no tengo que relacionarme con el resto de los internos si no quiero. Me resistí hasta el último día en abandonar la casa: venían del juzgado, la policía, mi hermano, familiares, vecinos... Pero no les dejaba entrar. Ni siquiera hablaba con ellos, después de unos días al principio en los que trataron de negociar. Mi hermano tenía puesta en venta la casa y consiguió mi beneplácito argumentando el deterioro de mi salud mental que cierto psiquiatra, conocido de la familia, por cierto, tuvo a bien certificar. Me volví muy irascible en esos días. No abría la puerta a nadie para nada. Apenas hablaba con mamá y voceaba y la emprendía a golpes con cualquier objeto de la casa. Me quedé sin alimentos y sin argumentos para enfrentarme a todos los que me asediaban al otro lado de la puerta. Todos me decían que era por mi bien, que aquella casa era muy grande para mí, que necesitaba un cambio de aires, supervisado por los médicos, para que la sociedad me recuperara, cumpliera y disfrutara todo lo que esa misma sociedad me tenía reservado. ¡Jodidas mentiras! Mi hermano quería vender la casa y yo le estorbaba, eso era todo.
El día que entraron los bomberos por el balcón del saloncito, tras varias horas de revuelo en la calle avisándome por megáfonos, y por la puerta, por supuesto, de que tenía que abandonar la casa de forma inminente, intenté suicidarme. Sí. Ya lo tenía previsto. Me tendí en la bañera con los ojos cerrados y hurgué en las venas de mi muñeca con las tijeras de costura de mamá. Estaba convencido de mi intención porque lo tenía en mente aún antes de que mamá muriera. Sabía que me echarían de esa casa cuando mamá no estuviera y ese solo pensamiento me daba la fuerza necesaria para segar mi vida. Sin embargo, no tuve valor llegado el momento. Los bomberos me sacaron de la bañera con las venas inmaculadas y las tijeras de mamá junto a la jabonera. Reconozco que en ese instante me sentí el hombre más infeliz y cobarde del mundo. Lloraba, abrazado al cuello de uno de los bomberos que me sacaron de la casa, sin querer mirar a toda la multitud que se congregó para ver salir al chico raro que nunca salía de casa, sin ver la cara de mi hermano, satisfecho el gran día de todas sus reivindicaciones, sin querer mirar por última vez la casa que cobijó las soledades de mamá y las mías. Me iba forzado, sustraído de mi mundo, y me pesaba un cadáver que se le obligaba a seguir viviendo.
Por fortuna, me equivoqué.
En esta casa de reposo, de salud, o manicomio, como se decía antes, he hallado una forma de vida que compensa todo lo que perdí cuando mamá murió. Al principio me resultó insufrible, incluso estuve vigilado las veinticuatro horas como interno proclive al suicidio. Luego todo cambió. Fue cuestión de algunos meses y, por supuesto, de la relación que comencé con Bárbara, la enfermera jefe de planta.
Me di cuenta, al tercer o cuarto día, cuando ella a primera hora de la mañana pasaba a mi habitación para chequear mi estado. Lo hacía con todos los internos, pero me di cuenta de que conmigo lo hacía de una manera más especial. Se demoraba, me preguntaba sin esperar mis respuestas, me escudriñaba sin que moviera ni un músculo de mi cara. Así que le dije, al cabo de unos semanas sin abrir el pico, que se parecía mucho a mamá. Que tenía las mismas facciones, su mismo tono de voz, igual mirada, y que me escuchaba aunque yo me encerrara en el más terco silencio.
— Estoy sorprendido, increíblemente sorprendido, que hayas venido hasta este sitio. Nunca lo hubiera sospechado pero te lo agradezco tantísimo. Eres ella y tú lo sabes.
Le dije, cuando tuve la certeza.
Bárbara me dice que la hago vieja, puesto que por edad podía ser mi hermana, pero luego, ante mi insistencia por su inverosímil parecido, pone la misma mueca adorable que mamá cuando me aconsejaba por el futuro de mi vida y yo le respondía con uno de mis más prolongados silencios.
En el tiempo de esparcimiento, cuando nos llevan al patio o a la sala de recreo, no he intimado con nadie. Bárbara me lo reprocha, como mamá cuando no me relacionaba con nadie de mi edad y perdía el tiempo a su lado, pero llega a comprender que todos los demás están muy tocados, o sea locos, para que yo entable relación alguna. Sólo deseo estar a solas con Bárbara, en mi cuarto o en el patio, junto al limonero que tantas alabanzas le dedica, pues fue ella, al poco de entrar en el centro, quien lo plantó con otra compañera que ya no está. Ella me dice que algún día saldré de allí y me incorporaré a la vida normal y la olvidaré como se olvida a las personas que, cierto día, nos ayudaron a salir de un bache. "Es bueno, para afrontar un futuro saludable, olvidarse de todo lo que nos rodeó con anterioridad. La novedad ha de disfrutarse sin mirar para atrás.", me dice con esa mirada que contiene rotundidad pero cierta pena. Lo sé.
— Por esa razón nunca me iré de aquí, Bárbara.
Entonces finge enfadarse, como hacía mamá cuando le decía que sólo mi vida tenía sentido a su lado. No desean admitirlo y creo comprenderlo porque aceptarlo supone un acto de egolatría ajeno a ellas.
Por eso decía al principio que me he adaptado a esta nueva vida, porque mamá ha vuelto demostrándome que no es necesario un habitáculo ancestral para seguir disfrutando de su compañía, que su ausencia era sólo temporal hasta que hallase un nuevo cuerpo donde volver a la vida. Tal vez Bárbara no atesore todos los recuerdos que a mí me gustaría, que nuestras charlas, cada vez más largas, no contengan todos los pormenores de un pasado común, pero estoy dispuesto a informarle detalladamente. Le he aconsejado que se haga con un cuaderno y anote lo más significativo, lo que es imprescindible rememorar, y que con un mínimo de su esfuerzo pronto seremos la madre y el hijo que los dos deseamos. ¿Verdad que sí, Bárbara? Claro que sí, mamá.