Carlos Regojo Solla
Huida
Tres veces, tres, coincidimos y en las tres logré zafarme cual moroso escapando del acreedor más pertinaz.
En la primera ocasión se percató que yo no la conocía. No quiso sorprenderme.
Observó mi paso firme, la agilidad de mi mirada, el temple de mi seguridad en el caminar… Hacía pocos días cumplía veinticinco.
La segunda vez hizo que me parase; alzó su cabeza enfrentando su mirada con la mía. Con voz resignada, como disculpándose, dijo:
-Debo comunicarle que…
Su aspecto, su gabán… toda ella era extraño. Olía a rancio
La dejé con la palabra en la boca, apresuré el paso y desaparecí por entre las calles, oculto por el bullicio de la ciudad. Rondaba por entonces la cincuentena.
En posteriores tiempos, gozando los años de descanso, luego de haber servido a la sociedad desarrollando un trabajo repetitivo y aburrido durante años, un día, en una jornada de caza a la que me habían invitado, la vi de nuevo. Enfundada en un traje de montería, rejuvenecida y hermosa la observaba con disimulo durante la comida, antes del recuento de las piezas obtenidas, amontonadas en un abandono de ojos grandes y culpabilizantes, llenas de sangre reseca.
Una de estas mis vigilancias coincidió con otra suya hacia mí. Sonrió y, echando mano al ala de su sombrero sujeto con barboquejo negaba moviendo la cabeza de izquierda a derecha.
Alguien había seccionado los ojos de un macho de ciervo adulto y explicaba manejando su cuchillo cómo obtener el cristalino para que enseñáramos a nuestros hijos la función del mismo.
Desaparecí de la escena horrorizado.
Yo sabía que volvería a verla.