Kabalcanty
La Pulsera (11ª Parte)
Le despertaron de golpe las voces en el jardín. Comprobó que el hueco tibio de Antonia estaba desocupado y eso aumentó su alarma. Se levantó trabajosamente del lecho para dirigirse fatigoso al fondo del armario donde guardaba su Colt 45, un regalo singular de un traficante de drogas americano. Comprobó que en el tambor se alojaban los seis cartuchos. Luego fue hasta una esquina de la ventana del cuarto. El destello de los farolillos del jardín descubría la cicatriz que partía su mentón y su nariz venosa y abultada. Tenía miedo, ese temor que le resecaba la lengua y que activaba su odio hasta sentirlo como una bola endureciendo todos sus músculos gastados.
Reconoció al "gilipollas" de Arturito que hablaba con El Tuerto. Detrás de ellos, dos de sus hombres, sujetaban a una mujer con un vestido elegante que chillaba como una loca. No veía a Antonia desde su posición pero sí la escuchaba insultando a la otra mujer.
"Qué cojones...", dijo furioso, retirándose para vestirse con cualquier cosa. Su desnudez se reflejaba en la penumbra con toda su decrepitud a cuestas. La flacidez de su cuerpo bamboleaba sus carnes. Su culo escurrido, su espalda cargada, su barriga fofa cubriendo su pene todavía húmedo, laso tras la felación que le hizo Antonia, y colgante como una salchicha cárdena, sus piernas arqueadas, contribuían a su aspecto simiesco moviéndose en la oscuridad de la habitación. Se colocó el pijama, sujetándose el Colt 45 entre la goma del pantalón, y salió hasta las escaleras, aferrándose firmemente a la barandilla.
— …. Esto no le va a gustar nada a don Nicolás -decía El Tuerto muy cerca de Arturo- Él decide, ya sabes. Tendrías que sacar a esa tipa de aquí porque va a entorpecer el asunto. Deberías saberlo, Arturito, por mucho que sea la que se tira Rodolfito.
— Joder, si yo no quería, pero es que está histérica.
Arturo no podía evitar su inquietud y se metía y sacaba las manos de los bolsillos intentando salir indemne de la situación.
— Duerme como un cerdo, pero como le despertemos y baje la cagamos, colega.
Enunció El Tuerto meneando la cabeza con adversidad.
Las dos mujeres se gritaban desde la distancia: Nora sujeta por los esbirros de don Nicolás y Antonia desde el porche del chalet, enfundada en una bata de raso que transparentaba su desnudez, mostrando con insolencia la pulsera en su muñeca.
La puerta de entrada al recinto de la casa, a la que embistió Nora con su auto, estaba destrozada a un lado del seto perimetral. El coche, humeante, permanecía detrás de la escena con las puertas abiertas y los faros iluminando la mitad de los cuerpos de los participantes. La luz de la alarma, activo su sonido sólo en el cuarto donde se alojaba El Tuerto, seguía dando sus destellos muda. Él, comprobada la calaña de los visitantes, la había desconectado pero olvidó cancelar la luz rojiza.
Era una madrugada fría y nublada, pero calmosa de viento. En la urbanización, silenciosa y oscura, sonaban las voces de las mujeres como dos despistadas chicharras. Estaban en una zona alta del terreno, a unos metros de la entrada del chalet. Al fondo de la pendiente se veía la lona que cubría la piscina.
— ¡¡¿Qué hostias pasa aquí?!!
De pronto la voz de don Nicolás se elevó por encima del griterío de las mujeres. Se hizo un cauteloso silencio. Mostraba, entre la chaquetilla del pijama, la barriga en la que sobresalía la pistola a la vista de todos.
Antonia aprovechó su llegada para acercarse a Nora y escudriñarla con una sonrisita despreciativa.
— La jodimos del todo, Arturito.
Dijo El Tuerto en voz baja.
Arturo dio unos pasos atrás.
— Quieto, figura -añadió El Tuerto petrificando sus pasos atrás.- De aquí no se mueve ni Dios.
Don Nicolás fue hasta ellos moviendo su envergadura con esforzado aplomo.
— ¿Me explicas esto, Estanis? -le preguntó, fulminando con los ojos a Arturo.
El Tuerto comenzó a contarle quitándole importancia al suceso.
— Un malentendido, jefe, que sabremos explicar al señor Campezo sin problemas -contestó con serenidad- Por una puta pulsera no vamos a dejar que se peleen las mujeres y mucho menos nosotros.
Remachó luciendo una sonrisa taimada.
De súbito, mientras conversaban, Nora clavó su tacón en el pie de uno de los hombres que la sujetaban y se zafó del otro dando un soberbio tirón y estampándole su codo en el ojo. En apenas unos segundos, se abalanzó sobre Antonia y rodaron por el césped engarzadas en una lucha. Chillaban, maldiciéndose, imparables hacia la piscina.
Don Nicolás disparó al aire su arma pero de nada sirvió para que se detuvieran.
— ¡¡Sepárenlas, cabrones!! -exclamó con el arma en ristre y el cañón humeante, señalando a sus dos hombres dolientes.
Nora tenía cogida la muñeca de Antonia tironeando mientras esta la enganchaba por el cabello.
— ¡Hija de la gran chingada! -chillaba la sudamericana zarandeando su muñeca.
— ¡Me la vas a devolver, pedazo de putón! -decía Nora con los dedos engarfiados en la pulsera.
A punto de llegar los dos hombres hasta ellas, la pulsera salió despedida del brazo de Antonia. Se elevó unos centímetros en el aire y luego rodó inatajable por la pendiente hasta colarse por la hendidura de una tapa de alcantarillado cercana a la piscina.
Todos escudriñaron el viaje de la pulsera con una tensión silenciosa y sólo la voz autoritaria de don Nicolás los sacó del estupor.
— Pues hala, se jodió el circo. Levanten a esas leonas del suelo y demos el asunto por acabado. ¡Venga, hostias, se acabó!
— ¡¡Cojamos la pulsera del pozo!! -gritó Nora sacudiéndose el vestido y yendo exigente hacia don Nicolás.
Él la detuvo con el cañón en su dirección.
— Eres brava, cholita. Pero por ese agujero la pulserita de los cojones ha ido a un colector lleno de mierda y agua de meados. Así que vete con tu amiguito y cuéntale la mandanga que quieras a tu Rodolfo. ¡¿Entendido?! Nosotros mañana solucionaremos todo con él.
Su vozarrón hizo estremecerse a Nora.
Arturo le hizo una seña desde lejos para que se acercase y dejase de una vez el asunto.
— ¿Me compraras una igual, amorcito?
Le preguntó Antonia implorante, yendo hacia él, despeinada y con la bata entreabierta.
— Claro que sí, gatita. - le contestó don Nicolás, abrazándola por el talle y besándola en la frente- Pero tápate, anda.
A lo lejos, desde el resplandor del centro urbano, comenzaron a escucharse las sirenas de la policía, lo cual apresuró que cada cual regresara a su origen.
Nora, descalza, con el vestido roto por una hombrera, el pelo alborotado y un hilito de sangre tiñendo sus dientes, se esforzaba por poner el coche en marcha.
— No arranca. ¡¡Joder!! -dijo golpeando el volante.
Arturo tecleaba su móvil fuera del auto.
— Pido un taxi.-dijo sin mirar la exasperación de la mujer.
Nora lloraba con la cabeza sobre el volante. Sus cabellos enredados se agitaban al ritmo de sus sollozos. En su espalda se cruzaban arañazos granates cual enigmático jeroglífico.