Javier Yuste
La perniciosidad de «Stranger Things»
No. No me he puesto encima un traje de lino blanco ni me he atado una corbata de bolo al cuello. Tampoco me he subido al púlpito itinerante instalado bajo una carpa ni he gritado algo del estilo de «Bienvenidos a la Iglesia de los primeros días tras los últimos de aquella». No voy a exhortar nada en contra de esta ya veterana (y desmadrada) serie de fantástico-terror que no necesita presentación, aunque sí reconocer que rezuma algo muy pernicioso con su capacidad de cebar, hasta la obesidad mórbida, la nostalgia de los que vivimos la década de 1980, y la de generar parecido sentimiento entre aquellos que no la vivieron por no haber todavía nacido. No sé vosotros, amigos míos, pero yo lo compruebo en las calles y no solo porque haya una legión de chavales que hayan copiado el estilismo de los Jesus & Mary Chain.
La nostalgia, esa maldita ramera, es un veneno que se puede tomar en pequeñas dosis sin peligro, pero, ¿qué puede suceder cuando alguien se mete una sobredosis y, encima, es poderoso? Algo así le debe haber pasado a Vladimir Putin, otro que no necesita presentación, para estar haciendo lo que está haciendo pues, como ex sabueso de la Lubianka, echa de menos los tiempos de la Guerra Fría (aunque nunca estuvo tan caliente como ahora), tiempos que tanto gustan al Este del río Volga.
Tras décadas deconstruyendo la perestroika y destruyendo la Rusia democrática y decrépita de los años 1990 (recordemos que inició su carrera política allá en 1991, tras retirarse del KGB con los galones de teniente coronel), Putin ha implantado con éxito un sistema tan absurdo como el peronismo argentino. Al son de la balalaika, los hilos del titiritero de Leningrado hacen bailar al pueblo ruso una danza macabra que mezcla pasos del comunismo estalinista con los del nacionalismo autárquico e iluminado más rancio y, en los giros, se cuela algo de cristianismo ultraortodoxo y de extremismo de derechas, aunque su enemigo declarado sean los fascistas (que, en plata, es todo aquel que esté en contra de sus intereses, al igual que sucede en el resto del patio). Solo así se pueden explicar instantáneas de soldados de infantería rusos en territorio conquistado de Ucrania enarbolando a la vez, como si nunca se hubieran peleado y lanzado zarpazos, la tricolor zarista y la hoz y el martillo.
Y el pueblo la baila que da gusto, tanto que si Koróviev y Popota, pareja de payasos al servicio de Satanás, se pasearan por el Moscú de 2022 como lo hicieron como por el literario de la década de 1930, no pararían de reír, burlarse, robar, comer y provocar incendios.
El pueblo la baila por inercia pues los rusos, por mucho que inflen los pechos de orgullo, no han dejado ser lo que siempre han sido: unos miserables al servicio del poder que desconocen que la servidumbre se abolió un 19 de febrero de 1861. Y tienen semejante ida de olla que prácticamente nadie, so pena de acabar en el moderno gulag, quiere darse cuenta. Es como si el sistema feudal siguiera latiendo en sus corazones, dando lo mismo si lo hacen bajo los Románov luciendo en los óleos que bajo la grotesca monumentalidad de la URSS. Y Putin, el nuevo zar-presidente del politburó, se cree la reencarnación de Pedro I «El Grande» en toda su vanagloria y arrogancia televisadas mientras las bombas no dejan de caer y de desgarrar Ucrania ante la inacción de Occidente (deshecha en buenas intenciones, pero más interesada en mantener calientes el culo de sus ciudadanos este invierno a cambio de la libertad de un país).
La nostalgia de tiempos supuestamente mejores debe haber animado a Putin a enfrentarse a todos atracándose con Ucrania, como si aquellas tierras no hubieran tragado bastante carne humana tras la Revolución ucraniana (1917-21) y el proyecto de exterminio por inanición de la población del país más rico agrariamente de la URSS, el Holodomor, orquestado por el "simpático" genocida de Stalin (1932-33). Una nostalgia que no solo trata de barrer del mapa y de la Historia (rusa) a Ucrania, sino eliminar el periodo que siguió a la caída del Bloque Soviético, más traumático de lo que nos acordamos a este lado, y su malogrado acceso a la democracia. Solo así es asimilable que los que vivieron los días de Gorbachov lo consideren hoy un traidor a la patria y que los más jóvenes desfilen por la Plaza Roja uniformados y con sonrisa radiante a lo Yuri Gagarin pegada a la cara, sacando lustre de la herrumbrosa paranoia comunista.
Y creo que buena parte de la culpa la tenemos los occidentales. No por ampliar las fronteras de la OTAN, que es lo de menos, sino por no haber tendido la mano con generosidad tras 1989. No solo fue el regocijo de ver humillado al enemigo vencido, sino su posterior abandono a la deriva de un pueblo cuyas raíces culturales, aunque similares, están en nuestras antípodas. Durante esos años los orgullosos rusos, como siervos, se vieron sin dueño y privados de líder mientras todo el decorado se iba cayendo y se convertía en un desguace de proporciones bíblicas. Hicimos de Rusia el vertedero de sueños de una idea que estuvo moldeando ciudadanos a su imagen y semejanza desde antes de lo que nos atrevemos a concebir; un sugerente destino turístico donde comprar medallas de Héroe de la Unión Soviética en rastrillos, recién arrancadas del pecho de los ancianos que las malvendían.
Ahora, tras más de veinte años ejerciendo de Benito con paleta, Putin nos lleva de la mano al desastre y somos incapaces de pararle los pies cuando, con su "guerrita" ilegal y contraria a los más básicos tratados internacionales, nos saca los colores y vocifera que somos débiles por nuestro lastre democrático y nuestros parlamentos fáciles de mudar y obstaculizar. Putin se sabe fuerte en su nostalgia porque es el dictador de una potencia nuclear.
La nostalgia, amigos, qué cosa más mala y yo, con mi pesimismo habitual, veo el futuro muy negro. Por eso y por si las moscas, alzo mi copa y brindo a vuestra salud. Nasdrovia!
Visita mi blog marítimo El Navegante del Mar de Papel