Kabalcanty
Transoceánico (8ª parte)
La noche era el espacio de tiempo idóneo para meditar, desglosar los acontecimientos del día y pensar en ellos como si se tratase de una cirugía para vislumbrar cómo el devenir acumulaba pasado. Lo hacía siempre que se lo permitieran los turnos de guardia (esa noche contaba con libranza) o el maldito insomnio que le atacaba un día sí y el otro también.
Gustaba encender ese medio pitillo, que se dejaba ex profeso para tales ocasiones, y contemplar las estrellas o el sinfín de la oscuridad mientras se devanaba los sesos en una conversación pasada o en cualquier orden acatada no conforme. Marrupe sacaba su cara de luna por el ojo de buey de su camareta y se dejaba azotar por la humedad de la neblina perdiéndose entre los arabescos, a veces tan curiosos, que le ofrecía esa noche. Fue saliendo poco a poco de sus elucubraciones por el jaleo que formaban unos jóvenes a popa del barco. Le molestó sobremanera volver al presente y tal fue su indignación que les recriminó a voz en grito su conducta insolidaria.
— ¡Qué poca vergüenza tenéis sabiendo que vuestros mayores necesitan descanso! ¡Maleducados! ¡Jodones!
Los jóvenes le mostraban sus teléfonos móviles, casi todos apagados, en una danza burlona hacia el ojo de buey o mostrándole erecto el dedo corazón con reiteración.
Marrupe, acalorado del todo, sacó media cabeza por la abertura y prosiguió su sarta de insultos incrementando la mofa de los otros.
— ¡¡Joder, Marrupe, las pías más que la marrana Tárraga!! ¡Déjalos que hagan lo que les salga de las narices!
Ortiz, sentado sobre la litera de arriba, le recriminaba a su compañero de camareta con los ojos medio entornados.
— Es que me hierve la sangre esta juventud: siempre de fiesta sin importarle un carajo el resto de la humanidad.
Dijo Marrupe, bajándose del ojo de buey. Tenía el rostro encarnado y le temblaba ligeramente el labio inferior.
— Hacen bien en divertirse cómo puedan -comentó el otro- El futuro que les espera no es nada halagüeño.
Marrupe se fue hasta un pequeño armario y tomó una taza y un sobre de café soluble.
— ¿Te hace uno? -le preguntó a Ortiz.
— Para tomármelo frío prefiero el sudor de mi sobaco. -contestó, dejándose caer sobre la cama.
Marrupe removió el contenido del sobre con el agua que cogió del lavabo.
— ¿Qué porvenir les espera? Coño, pues el mismo que nos espera a nosotros.
Ortiz gruñó un par de veces antes de contestarle.
— Nosotros tenemos la vida hecha, compañero. Tú, tu puesto de trabajo asegurado de por vida y tus putas de los días que libras; yo, mi familia y pensar que mi madre esté vivita y coleando en tierra segura. A ellos les espera la incertidumbre más cruel.
— Hemos luchado por lo que tenemos -dijo Marrupe, asestando un pisotón persuasivo.
— Bah, por favor. Hemos tenido oportunidades y las hemos aprovechado. Suerte en los tiempos en que abundaba. Pero las hemos tenido, ellos no las van a tener y, si las tienen, van a ser saldos de desecho. ¡Puto mundo civilizado!
Ortiz pronunció la última frase con un énfasis que termino en un suspiro pertinaz.
— Lo que sé es que me han jodido la parte del día que más disfruto.
Dijo Marrupe con disgusto. Luego, el silencio continuo de su compañero le aconsejó que debía hacer lo que tanto reclamaba desde la ventana de su camareta.
Baldomero estaba ligeramente inclinado hacia la derecha. Apoyaba la espalda, al igual que el capitán, sobre la borda bajo la barandilla que perimetraba el buque, y, como el otro, en ocasiones ladeaba la cabeza sin voluntad. Habían terminado con toda la botella de coñac a sorbos cortos, sin prisas, dándole vueltas al tema eje de su conversación nocturna.
— Lo que sí me escama -decía el capitán, con la gorra enganchada a los dedos de uno de sus pies- es lo de los cuerpos incorruptos….. Hostias tú, si me los cargué hace casi diez días, cuando la presentación oficial de la tripulación.
— Tenían que oler a perro muerto ya -comentó Baldomero, retrepándose en el duro respaldo.
La niebla había bajado hasta lamer la cubierta. Las figuras de los dos hombres, sobre todo la del capitán por su uniforme blanco, destacaban fantasmagóricas, habitantes corpóreos en una volátil muselina. La petaca, con restos del líquido en su boquilla, permanecía entre las piernas del capitán rutilando antojadiza al compás del movimiento del barco y la estela de los focos de cubierta. El viejo, al comienzo de cada frase, se apoyaba con levedad en el hombro del otro, después devolvía su mano a la lasitud de su regazo.
— Ahora que creo que tenemos confianza, señor capitán de la nave, dígame ¿hacia qué leches de sitio nos dirigimos en el que todavía es posible comprar energía?
El capitán, tras una pausa en la que bajó la cabeza y masculló algo ininteligible, rompió a reír. Su risa era sincopada, algo fingida o, podría decirse, apenada con voluntad de quitarle hierro.
— ¿Tiene usted familia, Baldomero?
El capitán, cuando abandonó su risa, la cual mantuvo desconcertado al otro, le interrogó con una súbita trascendencia que le hizo fruncir el entrecejo con prosopopeya.
— Bueno….. la tuve, por decirlo de alguna manera. A mi mujer, mi Marujita, -dijo con una pronta ternura que le procuró desbocar los ojos en una senda impenetrable entre la niebla- la perdí por mi mala afición al trabajo; descuidé el cariño, no supe darle lustre al sentimiento. La echo de menos, capitán. Luego, un viejo amigo, un hermano casi, un poeta loco, solitario y borracho que decidió quedarse en tierra porque "la vida no es para tanto follón". Ellos eran mi familia.
El tono compungido del anciano hizo que el capitán le tendiera la petaca en busca de la última gota.
— Casi mejor, amigo Baldomero. -dijo después de largos segundos- Esto que quede entre nosotros: estoy por asegurarle que no vamos hacia ningún sitio porque, sencillamente, no hay donde ir.
El viejo volvió su cabeza hasta encontrar la mirada fría del capitán. Asintió en completo silencio varias veces para sí mismo, meditabundo aunque sin gesto alguno, y comenzó a sorber con vehemencia los residuos de licor que quedaban en la petaca.