Kabalcanty
Dormirse en África
Desde la garita del polvorín de Valdeaguas-bajo las lucecitas en la costa de Algeciras marcaban la distancia que nublaba la vista del soldado. Aparcada su vida por servir absurdamente a la patria, alargaba la noche con la nostalgia de su juventud frenada y todos sus ingredientes. Se cobijaba bajo el basto capote en el pequeño habitáculo paseando su mirada por la faja de la mirilla. De tarde en tarde, cuando dejaba de escuchar su canto chirriante, una lechuza azuzaba el aire húmedo batiendo sus enormes alas para cambiar de rama. La ladera del bosque era una grieta negra donde no tenían cabida las estrellas. El mar, demasiado lejano y mudo, mecía el rielar de la luna con una sensiblería aceitosa como si fuese un náufrago vencido esperando su suerte. Supo, por el impulso del frío, que amanecería pronto y que el cántico plañidero del árabe desde el cementerio mahometano traería el fin de su turno y de su guardia por aquel día.
Tal vez esa agradable noticia o el infundio de su mente pesándole en los párpados como unos labios amorosos que le urgían una adolescencia seca que abrasaba su cuerpo, le dejaron dormido. Morfeo le atusaba, bajo el casco de alegoría nazi, el rapado cabello hasta esponjarle el cerebro en una latitud rem que musitaba incoherencias entre sus labios entreabiertos. El suelo de cemento de la garita sostuvo al soldado, hincada su barbilla en el último botón de la guerrera.
El pie del teniente de guardia tuvo que golpearle cuatro o cinco veces antes de que la realidad le estallase en plena cara. Sintió la explosión de su corazón como un nudo atravesado en la garganta y se incorporó lerdamente apoyándose en el cetme.
- ¡Dígame su nombre completo y batería a la que pertenece, soldado!
Dijo enérgicamente el teniente.
La luz azulona de la madrugada era una amenaza inmensa tras la gorra del militar.
Le dio los datos requeridos manteniendo la posición de firmes y sintiendo cómo se diluían sus rodillas.
- ¿Cuantas guardias lleva?
- Esta es la segunda, mi teniente.
Contestó en un hilo de voz.
El soldado tiró con desprecio la trincha sobre el camastro. En el barracón reinaba el trasiego del último cambio de guardia y los que dormían protestaban insultando a los recién llegados de las garitas. El soldado colocó el cetme en el armero y se sentó abatido sobre el colchón.
- Te han pillado "sobando", Carrasco. -dijo Larrazabal yendo a su lado- He visto al teniente desde la garita de la carretera.
Aunque hablaba en tono bajo, la noticia atrajo no sólo a los recién llegados, sino a los que la suerte les había permitido dormir casi la noche entera.
- La has cagado pero bien, tío -pronosticó Nogueira, dejando el casco sobre el banco- Lo mismo te cae pena militar.
El soldado Carrasco sudaba clavados sus ojos en la punta de sus botas.
- Te acuerdas de "El canario", el cartero, pues a ese menda le mandaron al Castillo Penal de Ceuta por desviar bebida del bar de oficiales. Allí te mezclan con los presos comunes que mandan también de Melilla y te joden, tío, te joden la vida bien jodida.
Larrazabal le tendió un "ducados" de un paquete con la bandera española en la fajilla de la póliza de impuestos.
- ¡Me cago en san dios! -renegó Carrasco, cogiendo el cigarrillo- Llevo aquí una siesta y ya la he liado parda. ¡Me cago en mi puta vida!
- Allí te ponen una varita y te hacen madre al día siguiente.
Anunció Ortiz, medio risueño.
Al soldado Carrasco se le escapó un sollozo apagado que refugió ocultando la cabeza entre sus piernas.
Se hizo el remolón para subir al camión que los devolvería al Ramix. Todos querían entrar de los primeros para coger asiento y no hacer el viaje sobre la chapa acanalada del vehículo militar; los baches te molían la curcusilla como aguzados estiletes. El cabo "tomate" Aguilar se acercó antes de que reculara más el soldado. Disimuló ajustándole un paso más la trinchera para chistarle: "No ha dicho ni pio en el parte de guardia, chinchorro mamón. Has "dao" con un teniente legal que si no te folla vivo. Anda, sube de una puta vez." El polvorín de Valdeaguas-bajo fue haciéndose cada vez más pequeño desde la trasera del camión, una brecha en el bosque al principio, un taladro desde la curva sobre el muelle militar, apenas un poro a la entrada de la ciudad del norte de África.
Ana escudriña la pantalla del monitor tras la espalda de Kabalcanty. Se acerca y reposa las manos sobre el respaldo de la silla.
- ¿Y dónde estabas tú, K?
ÿl gira la cabeza. Ana recibe el aliento agrio a cerveza pero insiste con sus ojos grandes, casi retadores.
- Entonces estaba Elías Sender. Ya sabes, siempre ha necesitado alguna sombra a su lado y nombrarla de alguna manera, su soledad siempre ha sido muy ancha e inexpugnable. Allí escribió todos los versos que firmó a nombre de Elías. Historias, como siempre. ¿Cómo andas de tabaco?.