José Antonio Gómez Novoa
Ventana indiscreta: El último vuelo
Es la hora de preparase para la vuelta en avión a casa, tengo que esmerarme en el espíritu Marie Kondo, todo con el objetivo de hacerle hueco a los quesos canarios (ricos, ricos...). Coloco la ropa, ubicando a la izquierda las prendas más consistentes, los zapatos en sus bolsitas, ropa interior y accesorios en los huecos. Me quedan los quesos y, observo que es imposible llevarlos.
Utilizo mí imaginación (que creo que es mucha), y decido hincarle el diente a una parte de cada queso, para adaptarlos al hueco de los zapatos (descarto las zapatillas porque llevo toda la semana con ellas puestas). Aun así, y dado que la ropa interior tuvo que cambiar de sitio, la maleta muestra su rechazo a ser cerrada.
Flexiono todo el tronco desde la cadera, y me pongo en cuclillas con los pies encima de la maleta, y los brazos hacia delante empujándola con fuerza desde los laterales. Le digo a mi cuñado que se suba a mi espalda (es ligerito de peso), e intento levitar unos centímetros para caer sobre ella y proceder al cierre de cremalleras. Lo conseguimos, pero contemplamos como la quesada suelta un poco de su cremosidad por el pequeño hueco que ha quedado entre las cremalleras.
Finalmente salimos. Teníamos un coche alquilado para entregar en el aeropuerto, pero a pocos kilómetros, al verme en el espejo retrovisor delantero, me sorprende una mata de pelo en mis orejas y en mi nariz, que me asusta de tal manera, que decido parar en la gasolinera. No quiero que me confundan con un animal exótico y me depositen en la bodega del avión, por lo que cojo el cortapelos, y procedo a la eliminación de lo que me aterroriza.
Llegamos al embarque, y la trabajadora de la aerolínea me pregunta si soy quién soy. Acaba sentenciando que hace un minuto realizaron la última llamada y que el piloto ya ha puesto las ruedas en movimiento.
Tirados en los bancos de la terminal, decidimos buscar alternativas. Encontramos un vuelo Tenerife/Jerez/Santiago. 19 horas de viaje con espera de 12 horas en la ciudad andaluza, que nos permitiría saludar a unos amigos (el que no se consuela es porque no quiere).
Ya, en Jerez nos da tiempo a dar un paseo por la ciudad y realizar una visita a las bodegas que todos conocéis. Los anfitriones nos explican la historia fascinante de los ratones bodegueros, que al parecer se alimentan de los insectos dañinos que habitan en los toneles, pero que tampoco reniegan de brindar con las copas de vino dulce que les dejan allí los propietarios, a veces incluso ante la atenta mirada de los visitantes.
No supimos decir que no (nobleza obliga), a las 4 copitas en ayunas, de manzanilla, palo cortado, oloroso y amontillado, y de inmediato (no bebo por prescripción facultativa), noto como un mareo, empiezo a perder el control, y me dirijo al más allá, lugar dónde estoy escribiendo este artículo. @novoa48