Kabalcanty
La Pulsera (Epílogo)
Se quedó detenida a un costado de la escorrentía de agua, junto al bordillo fangoso que limitaba el paso visitable del colector. Su forma circular brillaba en la oscuridad, dando su piedrecilla sonrosada destellos caprichosos sobre la superficie del agua fecal. Desfilaban ante ella mondongos de todos los tamaños e infinidad de pedazos de papel blanco empapados y pigmentados con tonos castaños. Allí, en el inframundo de los deshechos humanos, se solazaba sin dueño la pulsera como si gozase de una jornada festiva.
La rata albina fue el primero de los roedores que se topó con la pulsera. La olisqueó detenidamente, empujándola hasta subirla sobre el borde visitable, y se atrevió a mordisquearla. Escudriñó sus alrededores, siempre alerta, y terminó dejándola no sin alejarse con cierto remordimiento, pues se detuvo varias veces y miró hacia atrás algo dubitativa.
Entre las familias de ratas que sobrevivían en el tramo de colector de la urbanización, entre la Avenida de la Liberación y la autovía de la Nacional 27, la rata albina no era bien recibida. Desde su peculiar pelaje blanquecino hasta su carácter huraño, posiblemente infundido por el desprecio que sufría de sus demás congéneres, se le discriminaba hasta el ostracismo más absoluto. La respuesta de la rata albina, tras el destete obligatorio y su emancipación adulta, fue la de una agresividad exacerbada, lo que fue esculpiendo en el roedor despreciado una fortaleza física y psíquica fuera de lo corriente. Nadie se le acercaba pero cuando alguna rata despistada o inocente lo hacía su respuesta era la dentellada y el chillido mayúsculo. Podría decirse que vivía de una soledad vehemente y custodiada con saña. Su segregación la convirtió en el terror de sus iguales.
Aquel día otra pareja de ratas, bastante bisoñas a juzgar por su pelaje lustroso y sus dientes afilados e íntegros, se detuvieron para curiosear la pulsera. A ninguna de ellas podría pasarle desapercibido su resplandor en aquella negrura maloliente. La estuvieron examinando con cautela, entrelazando sus rabos inquietos, y deteniéndose de forma especial en la piedra sonrosada. La husmearon y la tentaron con sus incisivos hasta que su perseverancia llamó la atención de las otras ratas.
En cuestión de menos de media hora, la pulsera estaba rodeada por una cohorte de roedores de alcantarilla curiosos y demasiado afanosos, pues se empujaban y mordisqueaban, entre excitados chillidos, por conocer de cerca ese posible festín brillante.
La algarabía llegó hasta el peregrinar solitario de la rata albina y, comprobando que el objeto del revuelo era lo que ella misma descubrió antes que ninguna, no dudó un instante el reclamar su hallazgo. Lo había desechado antes, sin embargo, su voluntad imperiosa era fastidiar para vengarse de la mayoría, esa odiosa camarilla que la marginaba.
Acudió veloz, buceando bajo las aguas fecales que llevaba el tubo del colector, y sorprendió a las de su misma especie soltando un chillido espeluznante al salir de las aguas. Se apartaron para dejarla salir y que escalara hasta el borde. Fue yendo decidida, absorta por recobrar esa rutilante pieza que ni siquiera valía para roer, pero su honor, su pujante dignidad, estaba en juego. Tres ratas, las más viejas y despeluchadas, custodiaban la pulsera arrugando el hocico a la venida de la rata albina. Por más que se acercaba no dejaban de amenazarla arqueando su lomo pardusco y enseñando sus dientes fieros.
La rata albina se fue inflando y llenando sus ojillos de un rojizo iracundo. Luego, de sorpresa, cuando dedujo que sus contrincantes todavía median sus fuerzas, lanzó un rugido propio de un felino desde una boca inmensa repleta de dientes cortantes. Pareció hacerse más grande, inflada de furia como estaba, cuando se puso a dos patas para lanzarse a por las otras tres ratas. En unos segundos hubo una estampida general y todos los roedores corrieron como alma que lleva el diablo a sus escondrijos. La rata albina se quedó completamente sola junto a la esplendorosa pulsera. Hizo una mueca jubilosa al comprobar el éxito de su cometido. ¡Había derrotado de nuevo a la colectividad déspota!
La fue llevando por el borde hasta cerca de su escondrijo. No veía utilidad ninguna al objeto pero lo conservaría como imagen de su poderío, de su victoria. Decidió dejarla a un lado de su cubil entrelazada a un endurecido amasijo de detritos. Cuando intentó enzarzarla a los desperdicios, empujando fuertemente con su cabeza, la pulsera resbaló hasta la mitad de su cuerpo peludo. Por mucho que se revolcó, giró y se arrastró, la joya la oprimía a la mitad de su cuerpo como si fuese una trampa letal. Fatigada, la rata albina comprendió que su victoria también sería su muerte. Se fue arrastrando hasta dentro de su guarida donde la oscuridad era todavía más penetrante. Se ovilló como pudo en un rincón. Con su hocico sintió el relieve interior gravado en la pulsera: Para siempre Nora.