Kabalcanty
La Pulsera (8ª parte)
El coche se detuvo en la entrada del chalet con el motor encendido. El hombre orondo salió con dificultad de la parte trasera del vehículo y se apoyó en la mano del conductor que se había colocado junto a la puerta trasera. Le acompañó hasta la puerta de la casa, escudriñando los alrededores, y no se marchó hasta que el hombre grueso entró. Luego, a paso vivo, regresó al coche para conducirlo hasta un garaje paralelo al chalet.
Don Nicolás se dejó caer en el sofá profiriendo un resoplido. Lanzó el sombrero, agarrándolo del ala, hasta detrás del televisor apagado. Su barriga subía y bajaba como si se tratase de un volcán en erupción.
En pocos segundos apareció Antonia con una bandeja. Era una mujer más joven que el hombre, muy morena, de rasgos suramericanos, que sonreía abiertamente acercándose a él.
— ¿Qué tal el día, amor?
Le dijo sirviéndole un whisky corto con mucho hielo y unas aceitunas aliñadas a la manera que le gustaban a él. Ella se abrió un bote de Coca-cola.
— Hola, mi gatita traviesa.
Dijo Nicolás con voz áspera y sofocada. Tenía el rostro amoratado, con una cicatriz prominente desde la comisura del labio hasta más abajo del mentón, y el cabello mojado con gomina. Su respiración agitada iba apaciguándose destensando los botones de su camisa.
— Una mierda de día como todos los demás -dijo él, tomándole del talle.
La mujer se sentó a su lado y le besó en los labios.
— ¿No viene Estanis contigo?
— Sí, le dije que metiera el coche en el garaje trasero. -contestó Nicolás, moviendo una mano con desdén- Hay que evitar que se sepa cuando entro y cuando salgo, gatita; hay más de tres que les gustaría verme muerto.
Ella se llevó la mano a la boca con prosopopeya y le dio unos golpecitos cariñosos en el pecho.
— Nadie se va a meter con mi amorcito y menos si estoy yo delante.
Don Nicolás rio, lo que le provocó una efervescencia sonora en el pecho que terminó en una tos ronca. Antonia trató de inclinarle pero el corpachón del hombre se expandió como una masa amorfa e indomable.
Cuando terminó el acceso, bebió un sorbo de whisky, lo que le provocó un eructo callado que acabó deglutiendo.
— Te he traído un regalo que vale tanto como tu cariño, gatita.
Dijo Nicolás apretando los labios como si deseara contener una sonrisa.
Antonia dio un gritito infantil y se lanzó a su cuello para colmarle de besos.
— Ahora te lo sube El Tuerto cuando deje el coche.
Ella elevó su bote de Coca-cola y pataleó en el sofá esgrimiendo sus bragas negras. La manaza de Nicolás se posó en uno de sus muslos y fue escalando hasta que Estanis apareció por la puerta de servicio.
Escudriñó la escena y se detuvo con intención de marcharse hacia la terraza.
— ¡No, Estanis, te esperábamos como agua de mayo!
Gritó la mujer desembarazándose del gordo.
— Joder, siempre llegas cuando menos se te espera. -dijo Nicolás retrepándose en el sofá.
— ¡¡Y se le esperaba, carajo!! -exclamó ella, haciéndole señas con la mano para que se acercase a ellos con presteza- ¡¡Enséñame el regalo de mi amor, aprisa!!
El Tuerto se quedó inmóvil a medio camino. Con su ojo sano escudriñaba a don Nicolás y, con el cubierto por el parche, festejaba la alegría de la mujer.
— Pero….con respeto, don Nicolás -dijo tras una pausa- El….regalo…. Ya se lo comenté en el Maravillas y estábamos de acuerdo.
El obeso se revolvió en el sofá y sacó un vozarrón desde su averno.
— ¡¡Me cago en todos los santos, tuerto!! ¡¡Si digo que es un regalo para ella, es puta orden!! ¡¡Ni Dios ni la Virgen!!
Otra erupción convulsionó el cuerpo grasiento de don Nicolás. Sacudía la cabeza sin arrancar a toser mientras el rostro se le encarnaba y manoteaba ahíto de asfixia. Antonia se encaramó sobre su mole para masajear su pecho con entrega al tiempo que le desabotonaba el cuello de la camisa. Al final estalló la tos congregando multitud de flemas mientras su pecho encontraba alivio entre los brazos de la mujer.
Estanis se había acercado a la pareja y la contemplaba alerta.
Cuando reinó la calma, el tuerto sacó de su bolsillo la pulsera y se la entregó a don Nicolás. La mujer miraba la joya obnubilada. Le tendió la mano a Nicolás para que se la encajara en la muñeca.
— ¡Es preciosa! -exclamó ella fascinada en el reflejo áurico. Movía la muñeca comprobando la belleza de la pulsera.- ¡Mira qué piedra! ¡Es pura distinción, mi amor! ¡Te amo tanto!
Se abrazó al cuello rotundo del hombre y le besuqueó con fruición repetidas veces.
— Te lo recompensaré mil veces como tú ya sabes.
Añadió coqueta mirándole de manera lujuriosa.
— Ahora vengo. Voy a probármela con el vestido de noche que llevaré a la fiesta del sábado. ¿Ok?
Dijo levantándose alocada y subiendo por una angosta escalera.
Estanis carraspeó agitado en cuanto ella desapareció.
— Se va a cabrear Arturito, don Nicolás. -dijo en voz baja- Teníamos un trato.
— ¡Y a mí qué coño me importa que se cabree ese mamonazo! -exclamó don Nicolás sorbiendo el whisky y soslayando la figura de El Tuerto- ¡Y no me des más por culo que me sube la tensión, carajo!
— Lo digo por quien anda detrás de Arturito -añadió El Tuerto- No se lo quiero recordar, pero puede darnos problemas.
— ¡Me importa un huevo! ¿Tú sabes las mamadas que me van a suponer la pulsera de los cojones? ¡Qué vais a saber vosotros de las habilidades de mi gata!
Don Nicolás movió el cuerpo con brusquedad dando con el pie en la mesa. El bote de Coca-cola perdió equilibrio y se volcó sobre la bandeja. El hombre gordo resopló varias veces sin mirar a Estanis, concentrado en una ira que parecía estar a un palmo de sus narices. Cuando El Tuerto se fue del cuarto en silencio, cogió el vaso y se bebió de un trago todo el contenido. “Hijos de puta todos”, murmuró dejando el vaso sobre el río oscuro del refresco.
— Pero, amor, ¿yo no me llamo Nora? ¿Y eso?
Antonia no se había puesto vestido alguno. Bajaba por la escalera ceñuda como una niña que pierde un juguete. Se plantó ante el hombre con los brazos en jarras.
— ¿Sabes lo que significa en árabe Nora? -preguntó él con suficiencia, inflándosele las aletas de la nariz y dejando una sonrisita irónica- Significa niña. Tú eres mi niña….. mi niña perversa.
Y le dio un azote en las nalgas que ella recibió con zalamería.
— Tonto -añadió ella y le besó pizpireta- Voy a ponerme el vestido.
Don Nicolás se dejó caer en el respaldo del sillón y cerró los ojos rebosante de satisfacción.
La luna llena iluminaba el jardín del chalet y la silueta inquieta de El Tuerto fumando.