Carlos Regojo Solla
La mujer del parque
Era una mujer mayor, alta y elegante.
La vi venir hacia el banco contiguo al que yo ocupaba atravesando el parque con la pausa de quien es nuevo en la cojera, apoyada en las dos muletas que le permitían caminar a falta de su pierna derecha cuya ausencia tapaba celosamente con una falda lila y caída que le llegaba casi al suelo.
Se sentó dejándome ver su perfil izquierdo. Tenía la mirada desafiante hacia el frente en un altivo esfuerzo de aparentar fuerza por lo que deduje que lo suyo, lo de su pierna, era reciente, porque creo que ese es el proceso de la rendición.
Llamó mi atención su elegancia impecable, su puesta apunto para salir a la calle. El pelo castaño muy bien cortado hacia atrás despejando la oreja en cuyo lóbulo brillaba un zarcillo plateado. Su cara fina y alargada tenía el tratamiento impecable de un maquillaje blanquecino, como de una geisha, un maquillaje que no lograba, sin embargo, dejar de intuir los ocultos torrentes de lágrimas ocultos, como ocurre con los torrentes secos de las tierras áridas.
En la portada de su biografía podría hacerse una ilustración de un abstracto picassiano destacando aquel perfil, las dos muletas y aquella bota sin pareja que se movía imperceptiblemente como llevando el compás de alguna canción, triste, por supuesto.
Hay soledades imposibles de aceptar ni aun disponiendo de la mejor de las resignaciones.