Jacobo Mesías
Trampas para perros en los parques
Hace ya unos meses que convivo con Lola. Es una cachorrita traviesa e impulsiva, a la que no le entusiasma que le den órdenes, y mucho menos atenderlas. De vez en cuando, algo en su interior le indica que debe romper cosas, y ella, sin demasiados aspavientos, se deja llevar por ese instinto.
Mientras Lola da rienda suelta a su locura con todo aquello que encuentra por su camino, suele suceder que Telma, su compañera de vivencias, observa atentamente la escena con un semblante de confusión, como diciendo: ¿por qué haces eso?
Pues bien, en no pocas ocasiones me he sentido como Telma, atónito ante los comportamientos irracionales e incomprensibles de algunos de mis semejantes: cuando un vándalo garabatea la fachada de un edificio histórico; cuando un pirómano prende fuego al monte; cuando un desconocido raya coches en un aparcamiento; cuando aparece un contenedor quemado, etc.
Es precisamente en este catálogo de conductas estúpidas, perniciosas y execrables es donde sitúo lo que ha sucedido la semana pasada en Marín. Dos perros han fallecido tras ingerir veneno en la vía pública, y un tercero lo ha hecho tras comer alfileres ocultos en carne. Simplemente dramático.
Cuando Lola rompe algo, me consuela pensar que en unos meses adquirirá una cierta madurez, y el sofá del salón dejará de estar en peligro. Sin embargo, con las trampas para perros las expectativas no son tan halagüeñas, y es que no estamos ante algo esporádico o residual. Muy al contrario, este tipo de sucesos se repiten periódicamente, como si de un péndulo se tratase. Sin ir más lejos, en agosto aparecieron de forma masiva en Vigo, y hace solo dos meses en Pontevedra. Si echamos la vista más atrás, el historial es interminable.
Nuestro ordenamiento jurídico sanciona con contundencia este tipo de conductas, con penas que pueden llegar hasta los 18 meses de prisión si el animal fallece. No obstante, el problema no es la dureza del castigo. La experiencia nos dice que un maltratador no deja de hacerlo porque la pena sea más grave. El problema es educativo o patológico, y luchar contra ello en el corto plazo es difícil. Muy difícil.
Para más inri, en este tipo de delitos tenemos una dificultad añadida, y es que rara vez se logra dar con el culpable. Cualquiera se puede imaginar lo complicado que es identificar a un desconocido que, en algún momento del día o de la noche, deja caer al suelo un trozo de salchicha con una aguja dentro. Sin ir más lejos, el pasado mes de noviembre detuvieron en Ourense a uno de estos individuos, y para ello fue necesaria una investigación de más de cuatro años de duración, y la colaboración de Policía Nacional, Guardia Civil y Policía Local.
En esta tesitura, a los propietarios de perros solo nos queda confiar en que el nuestro no sea el próximo, y esperar a que el 100% de la sociedad alcance la madurez mental que tendrá Lola dentro de unos meses.