David Darriba Pérez
Primavera en Gokayama
En el alba, justo en ese preciso instante que la luz quiere explosionar, salir de donde quiera que esté, morder el horizonte perfectamente delimitado y secuestrar los iris que se contraen de forma progresiva, en ese preciso instante, un dulce tintineo aquieta los oídos. Las campanillas alargan su sonido por las aldeas de Gokayama hasta que se pierde entre los verdes claros de las montañas y los rosados de los cerezos que ya despuntan. La luz comienza a deslizarse por los afilados tejados de paja cuando despierta Sayuri. Desayuna arroz al vapor, tamagoyaki... y observa el amanecer a través de la ventana entre breves tragos de té blanco.
Sayuri sustituye las hojas sucias de morera por otras limpias. Los gusanos de seda con una contorsión de sus cuerpos, avanzan por ellas y en ocasiones quedan colgados, balanceándose, hasta que consiguen subir o caen para volver a empezar.
Shinta, el padre de Sayuri, baja todos los días a la ciudad donde trabaja fabricando campanas. Su madre Ume lo hace en la pequeña tierra donde también irá su hija en cuanto termine las labores de la casa. Sus ojos negros y brillantes no se hartan de ver tanta belleza: descansa por un momento sobre sus rodillas, contempla, sonríe ligeramente y desciende los párpados con la suavidad de una pluma. Una vez termina en la casa sale de ella, cruza el pequeño arroyo y se reúne con su madre.
Una campana suena de nuevo, lejana, casi imperceptible. Sayuri sabe que está hecha por su padre, incluso que la toca él; sólo hay que saber escuchar. Ya de pequeña tenía la virtud de identificar estos sonidos. Llegaban a sus oídos y pensaba que su padre quería comunicarse con ella. Reía mientras correteaba por la ladera entre juegos, girando sobre sí misma y haciendo bailar el pelo que caía sobre sus labios. Ahora lo recuerda gratamente mientras continúa chocando metal contra metal y queda tapado por el gorjeo de los pájaros.
Casi están terminando la jornada cuando un vecino viene corriendo hacia ellas sujetándose el gorro de la cabeza; se ha levantado bastante aire. Según se va acercando pueden advertir el rostro desencajado de éste. Su madre comienza a mirarlo con pavor y va al encuentro de él como procurando que su hija no oiga nada; se detienen y hablan. Ume rompe a llorar cayendo de rodillas al embarrado suelo y sus gritos resuenan entre las montañas. Sayuri presiente la triste noticia: ha muerto su padre.
Todo ha cambiado tanto... La alegría se ha perdido quedando secuestrada entre las paredes de la casa, en algún resquicio olvidado. Saben que no volverán a oír la voz acelerada de Shinta; ni sus risas; ni ver su cara de expresión nerviosa. Saben... La alegría se ha perdido... Cenan rodeadas de silencio y casi a oscuras. Tal vez no sepan de qué hablar o simplemente no haya nada de qué hablar. Todo ha cambiado tanto...
Amanece. Apenas desayuna. Cambia con desgana las hojas de morera y se marcha sin mirar a sus gusanos. Las labores de la casa son una losa para ella desde hace casi tres semanas; casi tres semanas ya.
Hoy luce especialmente el sol en Gokayama. Ume apila unas cestas en el carro mientras Sayuri escarba la tierra con un movimiento repetitivo de sus brazos, de arriba abajo, dejando caer y arrastrando hacia ella la azada. Tintín, tintín, parece sonar. Sayuri continúa con su trabajo. Tintín, tintín, puede escuchar ahora con más claridad. Deja apoyada la azada en un árbol y presta mayor atención. Tintín, tintín, tintín, tintín. El asombro llega a sus ojos en forma de lágrimas. No hay duda; esa campanilla no sólo la ha fabricado su padre sino que también la toca él.