Kabalcanty
Brayan el inesperado (Parte 4ª)
Debí contestar con un sí vacilante, tan opaco que mi marido se quedó mirándome esperando que fuese más explicativa.
— Tal vez…. sea algo pronto para deshacernos de él; Bryan puede ser tan….tan….versátil como queramos.
No tenía el mando de mis palabras, se me escapaban agolpándose argumentos para contradecir la idea de Alberto.
— Bueno, bien, lo vamos pensando.
Dijo, asintiendo varias veces.
Ese día caluroso de finales de primavera se me hizo interminable. No podía dejar que Bryan se fuera de mi vida, eso estaba claro, pero no se me ocurría una razón de peso para que Alberto dejara de lado sus intenciones. De sobra conocía que mi marido era persona concienzuda, bastante inflexible en esas decisiones que sobaba una y otra vez hasta que las consagraba en una especie de decreto ley. Cuando trató de sopesar mi parecer, él ya tenía decidido que era el momento idóneo para vender a mi querido androide. Estaba acostumbrado a que yo me dejara llevar durante años, que aceptara sus decisiones con escasa oposición, y ahora que me importaba de verdad imponer mi deseo me encontraba entre la espada y la pared.
Esa misma noche, entre los brazos de Bryan y tras gozar de tres orgasmos de ensueño, me atreví a preguntarle.
— Bryan, mírame, quiero que estés atento a lo que voy a decirte, más atento que nunca.
Me buscó el rostro para después besarme dulcemente en los labios. No había gesto alguno que me dijera que me miraba de una forma más intensa, su sonrisita pegada traslucía memez, sus ojos me traspasaban hasta un confín inaudito y sus ojos bailoteaban entre los míos y mi boca como si jugase a deshojar una margarita. Estaba familiarizada con su insulsez pero en esa situación me molestó más que otras veces.
— Alberto quiere venderte, quiere que te vayas de nuestro lado, quiere que dejemos de vernos por las noches. ¡No podemos permitir que nos separen! ¡¿Entiendes lo que te digo?!
Bryan se quedó unos instantes bloqueado, parecido a cuando se actualizaba, parpadeando su lucecita verde esmeralda bajo pelo. Luego volvió en sí girando la cabeza hacia la dirección donde dormía mi marido.
— ¡No podemos permitir que nos separen! -dijo con firmeza agarrándome fuerte por la muñecas- Venderemos a Alberto.
Confesó expeditivo irguiéndose de forma aparatosa.
Caí a un lado algo temerosa, sobrepasada por una reacción impetuosa que no me cuadraba del todo en él. Fueron sólo unos segundos, después me recogió diligente, levantándome entre mimos.
En los días posteriores comencé a darle vueltas a eso de "venderemos a Alberto". Era obvio que venderle lo que se dice venderle era imposible, sin embargo había otras maneras de despacharle. La palabra me hizo reír a solas mientras ellos se dedicaban a los últimos remates de la casa. "Despacharle", eso decían los gánsteres en las series o películas que tanto me gustaban, y mira por dónde ahora me pareció oportuna esa palabra salida de los recovecos de mi subconsciente.
Lo cierto es que apenas dejamos familiares atrás: éramos hijos únicos con los padres ya fallecidos. En el pueblo, al que jamás habíamos bajado por el temor a contagiarnos con la epidemia, tan sólo nos conocía el chaval que nos traía el pedido del supermercado que, para más inri, era un comercio cuya sede estaba en un pueblo referencia distante al que habitábamos. Los materiales empleados para la reforma de la casa los traían por mensajería industrial con lo cual cada vez era un repartidor diferente. Con todo, lo que quedaba claro es que a Alberto le conocía tan pocas personas como a mí con lo que su falta tampoco la echaría de menos nadie. Minuciosamente comencé a trazar un plan para "despachar" a mi marido de la forma más discreta. Aunque parezca fría y egoísta mi manera de elaborar, el hallazgo de la felicidad cuando ya la consideraba una quimera, tornaba mi moralidad adaptándola a un bien y un mal antes nunca contemplado. Estaba convencida, y noche tras noche se engrandecía mi convicción, de que todo lo que hiciera en pos de mi dicha terrenal estaba de acuerdo con mi íntimo y meritorio sentimiento de subsistencia. Alberto ya no era mi amante, no lo era desde hacía muchos años (acaso nunca, comparando con lo vivido con Brayan), por lo que mi amor no era más que la rutina de vivir juntos y aburridos hasta la muerte; esa muletilla típica y falaz que tilda del amor pausado de la convivencia, del compañero, del apoyo. ¡Bah, estupideces que decimos la mayoría para conformarnos! Sentir renacer de nuevo un sentimiento tan poderoso como arrasador como el que vivía con mi autómata era un mandamiento ineludible que todo ser humano tiene derecho a disfrutar de la manera que sea. Mi modo flirteaba con una inmoralidad que estaba dispuesta a asumir para hacer valer la nueva ética que se imponía en mi existencia. Si para ello mi marido era un obstáculo, tendría que desaparecer.
Tras una cena Alberto me sugirió que tomásemos café en el belvedere. Era extraño que no le urgiera lo de todas las noches antes de caer en la cama como un cesto, pero conocía bien sus triquiñuelas.
— He redactado un texto para colgarlo en Wallapop -comenzó diciéndome con complicidad- He hecho hincapié en que todavía tiene una año de garantía que el comprador puede disfrutar.
Brayan recogía la mesa en la cocina ajeno a las elucubraciones de mi marido. Este se manifestaba algo nervioso, mirando a hurtadillas, de vez en cuando, al pasillo por el que podría aparecer el androide y pasándose la lengua por los labios resecos.
Al tiempo que daba el visto bueno al texto, corrigiéndole algunas palabras por mero disimulo, decidí que "despacharle" era ya una urgencia.