Kabalcanty
Una cápsula (Parte 3)
Contemplaba la cápsula girando lentamente el vasito de vidrio. La negra carcasa, recostada dentro del envase debido a su proporción, cabeceaba sobre las paredes del cristal dejando el eco de su leve golpeteo como un tictac que parecía encandilar a Robert. Escudriñaba el bailoteo que procuraba su mano tomando el vasito por la base mientras lo rotaba. Acercaba su aliento a la boca del envase y abría los labios como si deseara aspirarlo para comprobar esa promesa escrita en la carta. Luego lo retiraba y lo ponía al contraluz de la ventana antes de volverlo a colocar junto con el juego de los otros cinco vasitos alrededor de una jarra labrada que descansaba en la vitrina donde se guardaban objetos de recuerdo. Aquel juego de cristal lo compró Estela en Tenerife en el primer viaje que realizaron juntos. A él nunca le gustó demasiado, sin embargo ahora, cada día, le resultaba más fascinante.
Pensaba, todavía mirando el vasito que contenía la cápsula, ya colocado en su lugar de costumbre, que la tentación de "dirigirse a la felicidad" iba aumentando desde el lunes pasado. Se lo negaba a Estela pero mentía. Algo en su interior le decía que la posibilidad existía, que su vida era lo suficientemente anodina para intentar cambiarla. Robert, desde que llegó la cápsula, vivía en una continua indecisión que le hacía estar distraído dándole vueltas a algo que tampoco comprendía en su totalidad. Chocaba su deseo imperioso con su razón más ramplona y desgranaba pros y contras interiorizando respuestas que nunca conseguían desasosegarle. Hasta soñó que, tomada la cápsula, se convertía en un apuesto millonario que recorría el mundo sin más prisa que acudir a su cita en un salón de masajes. Despierto, sopesó que la química también podía llevarle a una especie de depresión destructiva que terminaría recluyéndole en un siquiátrico para el resto de sus días. Sentía que la ansiedad le alejaba de Estela como nunca y que, como jamás, no quería compartir sus pensamientos con ella. La existencia de la cápsula en aquel envase de cristal sostenía una disyuntiva que, se inclinase dónde se inclinase, le absorbía.
Sonó el móvil deslizándole su vibración junto al platillo chino de la mesa.
— Ah, Dimas, sí dime. -contestó acercándose a la claridad de la ventana.
Estela apareció en el salón con el albornoz puesto y con un vaso con zumo de piña.
— Bueno, si no hay más remedio. Me fastidia, por supuesto. Lo que me espero es que tengáis en cuenta este favor para cuando os pida días de vacaciones.
Estela sacudió la cabeza y tomó un sorbito de zumo con dejadez.
— Era Dimas -dijo Robert cuando colgó- Resulta que han fallado los dos reponedores y me necesitan allí cuanto antes. Es que es una jodienda, tía.
Estela se sacudió el flequillo de la cara y alzó las cejas antes de decir.
— Y claro, el Robert, es el tonto que nunca se negará a nada, ya.
— Vamos, cariño, no te lo tomes así. Reconozco que es una putada pero ya sabes cómo andan las cosas en el puto trabajo.
— Adiós conversación aclaratoria pendiente -dijo ella con toda intención.
Robert frunció el ceño sin ubicar la frase. Estuvo unos segundos titubeando, sin mirarla, indeciso.
— Ni te acuerdas ya; estabas pedo del todo -dijo ella- Anda, vístete y mientras te preparo un bocata para el almuerzo.
Robert sonrió veloz antes de perderse camino a la habitación.
Antes que el rápido beso de despedida se secara en la boca de Estela, ella ya estaba frente al vasito que contenía la cápsula. Se dio cuenta que no le importó lo más mínimo que él tuviera que irse a trabajar en su día de descanso, incluso, se dijo mientras tomaba el vaso pequeño, casi le resultaba placentero.
Vertió el comprimido dentro de su mano y lo balanceó en su cuenco. El cosquilleo le hacía sonreír voluptuosamente, estremeciendo su cuerpo dentro del albornoz. Se dejó caer en el sofá con cuidado extremo para que no cayera la cápsula. Cerró los ojos, sin dejar de mover la mano cuidadosamente, y apoyó la cabeza sobre el respaldo.
No iría a trabajar, tal vez nunca más, simplemente le diría a ese chico cachas que todos los días veía en la paradas del bus que fuera con ella, que la acompañara a disfrutar el día por la ciudad ellos dos solitos. Él la miraba siempre, sin duda le gustaba, y ella también le miraba aunque con disimulo, pero le gustaba, síiiiiiiiiii. Y, seguro, que tomada la pastilla todo sería diferente, mejor, verdadero. ¿Por qué lo que se nos promete atractivo nos asusta? ¿Acaso era mejor ir a trabajar a un trabajo de mierda y aburrido o llegar a casa para vivir una convivencia que era todo un despropósito? ¿Qué era el amor sin locura? Estela apretaba los ojos con firmeza cada vez que se preguntaba o estiraba las piernas con fruición al tiempo que divagaba. Se sentía tan cerca de la felicidad que asomaban a sus ojos humedades como lágrimas gozosas.
Abrió los ojos, repentinamente seria, y se incorporó para devolver la cápsula a su lugar. Cerró la vitrina para después abrazarse con ahínco. Pulsó el encendido del equipo de música y sonaron los Tame Impala que parecían sempiternos recluidos en la bandeja de cds. Estela se dejaba llevar por la música lanzando miradas a hurtadillas a la vitrina.
Se fue animando, amarrados los brazos al cuerpo, hasta que sonó el timbre de la entrada.
Era una vecina y amiga que vivía en el primero.
— Hace un rato que vi salir a Robert y me he dicho: voy a subir a hacerle compañía a mi "compi" hasta la hora que me tenga que ir al curro. ¿He acertado?
Estela sonrió dándole dos besos en las mejillas.
— Siempre eres bienvenida, Carmela.
Estela trajo el brick con el zumo de piña y una caja con galletas revestidas de chocolate.
Se sentaron en el sillón.
— ¿Es con azúcar? –preguntó Carmela, señalando el brick.
Estela asintió.
— Qué manía, tía -añadió Estela- Si no estás gorda, coño.
Mojaban una pizca las galletas en el zumo y las comían a poquitos. Sonaba la música con el volumen más bajo mientras Carmela le contaba su aventura con un pinchadiscos el fin de semana pasado. Estela escuchaba a su amiga entre las notas musicales pero observaba tutorial al vasito de la vitrina.