Bernardo Sartier
"Masterbación"
En alguna ocasión la oí a mi padre. Una sentencia con la que resumía la importancia del esfuerzo: "lo robado no luce". Rendían los ochenta la resaca del pasotismo y echaban la patita aquellos yupis engominados que venían. Fue entonces que subí a aquella atalaya que era la última planta de Caixa Pontevedra, sede de la UNED. Allí me encontré rodeado de señores. Con las gafas de los veinte años se ve a los de cuarenta casi viejos. Comenzábamos nuestra licenciatura en derecho. A distancia.
Allí estábamos Primitivo López, Neira, Manolo el de Vilanova, Lauro, José Manuel Salgado, Carlos Quintía, Nacho Galiano, Concepción Armada, María Varela y otros muchos que no me vienen al magín. Todos con sus respectivas profesiones pero con ese culo inquieto que caracteriza al que lucha contra el conformismo, al que ansía progresar en su profesión o dedicarse a otra aun a costa de sacrificar familia y ocio. Ilusionados y novatos, claro, pero pertrechados de una receta infalible: voluntad. De aquella existía en el mundo académico la leyenda de que la universidad a distancia era mucho más exigente que la convencional.
Si les soy sincero desconozco el nivel de exigencia de la Universidad presencial, pero sé cuál era el de la UNED entonces. Veinticinco materias divididas en cincuenta exámenes de licenciatura (Licenciatura, no Grado, que parecen hoy las facultades enfermero tomando la temperatura de un febrífugo). Sin apuntes ni profesores, salvo el apoyo puntual, los viernes, de algún tutor. El alumno de derecho de la UNED sabía al inicio del curso que su año universitario, un embarazo aproximadamente, se dividía en dos periodos de cinco y cuatro meses. Y así, después de agenciarte el texto correspondiente eras plenamente consciente de lo que tocaba: estudiar como un cabrón. Porque la división de la materia era simple. Una mitad del libro se correspondía con el primer parcial y otra con el segundo. Sin limitaciones. Curro a tope porque los textos jurídicos pecan a menudo de extensos, acaso por esa proclividad al razonamiento y la argumentación consustanciales a esta ciencia.
El caso es que no había otra que comerse los libros con patatas. Por eso comenzábamos con una lectura general para el subrayado de los conceptos más importantes, que aun extractábamos en una segunda acotación para hacerlo más breve. Inevitable leer lo superfluo para llegar a lo sustancial. De las cuatro o cinco asignaturas -en cuarto de licenciatura seis- te examinabas -hasta el año 85, creo recordar-, en una sola semana, sufriendo un desgaste que seguramente no nos costó sangre pero sí sudor, horas de sueño y seguramente alguna lágrima. Luego, la "magnanimidad" de la UNED habilitó una segunda semana para examinarse y el viacrucis se hizo un poco más llevadero.
Recuerdo los tochos de Rodríguez Devesa, sistema de derecho penal de mil trescientas páginas que me molesté en pesar un día: kilo y medio de ciencia. Creo que Rodríguez Devesa se fue a un país sudamericano a defender la pena de muerte, pero eso no restaba un ápice de calidad a su tratado, que incluía abundantes citas a pie de página en letra menuda; tres libros para Historia del Derecho -tres- con remisiones en glosa marginal que te obligaban a hacer saltos de un libro a otro dentro de un mismo epígrafe. De psiquiátrico, oigan, pero jamás nos quejamos. Estudiábamos dónde, cuándo y cómo podíamos. Sin rendirnos. Trabajando como metecos. Con enorme sacrificio. Y sin reparar entonces, inocentones, en que aquel esfuerzo nos dotaría de una formación sólida que, en el futuro, íbamos a agradecer. Trabajar y estudiar nunca resultó fácil, pero muchos de los compañeros citados consiguieron, gracias a esa licenciatura, una relevante posición profesional. Algunos son hoy profesionales muy reconocidos y prestigiosos. O sea que la UNED nos alumbró como una suerte de legionarios jurídicos hechos a sí mismos, preparados para el ejercicio de cualquier profesión relacionada con el derecho. Faltaba la práctica, claro, pero eso siempre viene después.
Recuerdo como, al final de cada parcial, el docente desplazado desde Madrid metía los exámenes en una caja de cartón. Entre esperanzados y melancólicos les perdíamos toda traza hasta meses después, cuando un sobre depositado en el buzón acreditaba tu aprovechamiento: apto o no apto. A veces, notable o sobresaliente. Duro, pero al terminar tuvimos motivos -aun los tenemos- para sentirnos satisfechos. Hago este ejercicio de memoria ahora que Cifuentes ha optado por el onanismo negacionista. Por un estado de hibernación de la verdad. Cifuentes ha decidido permanecer en la "masterbación", que es la perseverancia en un Master que ha nacido, como Venus, de la nada. Dicen que no es bueno hacer leña del árbol caído. Lo suscribo. Sin embargo, cuanto más se va sabiendo de su afer, cuanto más se enreda ella en esa malla de ambigüedades que hieden raro, más orgulloso me siento de aquella generación nuestra. Porque tejió sus conocimientos con algo tan simple, pero tan valioso, como su esfuerzo. Y porque consiguió su título sin obsequiosidad ni favor alguno.