Kabalcanty
Sobrevivientes (35)
El aseo presentaba un aspecto ruinoso, sucio y con ese armario sin puerta que dejaba ver el batiburrillo de frascos con restos. Perfumes, medicinas, geles o champús se abigarraban en los estantes sin orden ni concierto.
— Joder, Jesús, ¿cómo puedes apañarte con este hilo de luz?
Gritó Genoveva Casals, mientras acopiaba en una bolsa las medicinas imprescindibles ( restos de alcohol, yodo y analgésicos), refiriéndose a la amarillenta bombilla pelada que pendía del techo abrigada de polvo.
Después entornó la puerta para mirarse la herida que tenía en el costado. Tras el ataque al Hospital Sur, sufrió un corte profundo por debajo de la axila que vendó artesanalmente con tiras de su propia ropa y lo sujetó con el esparadrapo que siempre guardaba en uno de los bolsillos de su traje de enfermera.
Había desinfectado bien la herida tras instalarse y asearse en casa de Jesús pero seguía supurando sangre que empapaba las gasas. Lo volvió a examinar para derramar un poco de yodo a lo largo de la incisión. Apretó los labios al sentir el dolor al tiempo que volvía a tapar la herida con gasas.
— ¿Se puede? -la voz de Jesús secundó al tamborileo sobre la puerta.
Genoveva abrió la puerta y trató de sonreír.
— ¿Estás herida?
Ella asintió pero salió del aseo como si la pregunta no tuviera importancia.
— Es un rasguño, no te apures.
Le dijo cuando ya le sobrepasó.
K. estaba sentado al borde de la mesa camilla y parecía cavilar hundido su mentón en el pecho y estirándose el bigote níveo.
— ¿Nos vamos? -dijo la enfermera al llegar junto al viejo.
El doctor Amedo intentó incorporarse sobre el sillón donde estaba tumbado.
— ¿Os habéis planteado lo intrincado que será salir de aquí? -dijo, tratando de mantenerse apoyado en uno de sus antebrazos.
Jesús se adelantó a la puerta de entrada con decisión.
— Voy al Albergue a por lo que sirva para que el doctor pueda acompañarnos. Silla o muletas o lo que sea. De todas todas tiene razón el doctor pero quedarse aquí es todavía más peligroso.
— Te acompaño -dijo K. enderezándose trabajosamente.
— De eso nada, abuelo -atajó Jesús- Os quedáis aquí y me esperáis, tardaré lo menos que pueda.
Sin esperar respuesta cerró la puerta.
— Se me ocurre -dijo el viejo buscando el acomodo de una silla- que conozco bien los vericuetos de callejas de este barrio adoptado y podríamos intentar llegar al antiguo matadero. Seguro que Jesús conoce todavía mejor estas callejuelas.
Genoveva se acercó al médico y le tomó la temperatura poniéndole la mano sobre la frente.
— Y si llegáramos a ese matadero ¿qué? -dijo ella- ¿Pretendes pasar al lado de los inmunizados?
— Sí, no se me ocurre otra cosa. Después de llegar al matadero tendremos que improvisar.
Desde un reloj digital llegó un pitido leve anunciando las nueve de la noche. Hizo un pequeño parpadeo la pantalla para después volver a su secuencia habitual.
— ¿Y Carmen? -preguntó Amedo sin esperar respuesta. Se llevó una mano a su rodilla entablillada rústicamente y negó para sí.
Esperaron pacientemente, viendo pasar los minutos en el reloj.
La casa parecía un punto detenida en un tiempo atrás. Paredes desconchadas, faltas de pintura, en armonía con un mobiliario viejo y destartalado que convivía en el desorden y una larga quietud. Un almanaque, con las puntas de sus hojas alabeadas, mostraban el mes de abril de años atrás. Los cristales de la ventana del comedor donde se encontraban los tres eran tan opacos que las filosas gotas de la lluvia se amortiguaban chocando contra la capa de suciedad. Un vieja lámpara barata lucía desde el techo una de sus cuatro tulipas como si su altitud fuera un firmamento inalcanzable.
K. raspó, con una de sus zapatillas deportivas prestadas, el suelo e hizo un surco donde relucía el suelo vinílico imitando al parquet.
— No se puede decir que nuestro amigo Jesús sea muy curioso con su casa -comentó sonriendo el anciano escudriñando el hallazgo de su zapatilla.
Genoveva estaba sentada ahora frente a él con las piernas cruzadas dentro de un muy holgado pantalón vaquero. Sonrió para llevarse una mano a la boca antes de hablar.
— ¿Qué eras antes de todo esto, K.?
El viejo la miró entre sorprendido y guasón.
— Lo que daría yo ahora por un cigarrillo y una cerveza -contestó chascando la lengua con afectada delectación- Mi vida se ha compuesto de eso, puro vicio.
La enfermera se detuvo un instante en el perfil del anciano: su barbilla plegada hacia su arrugado rostro, el bigote blanco, sus ojos cansados reposados sobre unas bolsas perdiendo fuelle y el colofón de su sombrero roto.
— Yo me dediqué tanto a mi profesión -dijo ella- que no tuve tiempo para nada más, ni siquiera vicios.
— Mucho mejor.
Observaba las manos finas del viejo llenas de arañazos y el corte superficial que recorría parte de su cuello; se le veía cansado y, sin embargo, desde esa aparente fragilidad irradiaba entusiasmo vital.
— Puede, sí. Pero ¿qué eras antes entre tanto vicio?
Preguntó Genoveva sonriente.
— Poeta.
Ella dudó unos segundos, luego rio abiertamente.
— Es natural que te rías. -dijo el viejo diríase que algo cohibido.
— No, no te lo tomes a mal. Es que me resulta chocante que alguien en estos tiempos se haya podido dedicar a escribir versos. ¿Y vendías libros y eso?
— Para nada -contestó K. con una sonrisa entrecortada- Sólo escribía y hacía libros para vivir como un indigente, pero que quedaba el vicio.
Genoveva se levantó rápidamente al escuchar un gemido del doctor.
— Un poeta en estos tiempos, madre mía -dijo Genoveva, tomándole el pulso al doctor- Le ha subido la fiebre. Acércame dos paracetamoles de la bolsa.
El viejo sacó las dos pastillas del blister y se las acercó.
— Aunque se pongan las cosas feas -dijo K.- no nos queda otra que salir de aquí. ¿Cómo lo ves?
Jesús abrió la puerta. Venía con una camilla maltrecha y chorreando agua que humeaba al filtrarse por entre la capa que ocultaba el suelo vinílico.