Beatriz Suárez-Vence Castro
El grillo de la calle
Sus gritos rompen el aire de la calle pontevedresa más comercial. De su boca salen notas más altas que el ruido habitual del trajín diario. Un cántico agudo que parece no tener fin y resuena en los bajos comerciales de los que entran y salen transeuntes. Se apartan sobresaltados al verle y reconocer por fin el lugar en donde se origina el ruido que llevan un tiempo escuchando y hasta entonces no han sido capaces de ubicar.
Pero él no es un lugar. Es una persona con muchos lugares dentro. Tantos lugares lleva consigo, que no sabe de cuál de ellos viene y en cuál de ellos va a quedarse.
Intenta comunicarse en un lenguaje que nadie entiende y que, en lugar de acercarle a otros seres humanos, va ahondando el espacio que les separa.
Algún viandante se acerca a él, superando su estupor inicial, y le toca un brazo intentando calmarle, pidiendo un respiro para él mismo y para los demás. Por un momento parece entenderlo y se calla pero, al rato, retoma su ininteligible retahíla de ruidos y palabras.
Habla y grita, grita y habla. Gesticula desesperadamente, como si quisiera espantar un enjambre de avispas que le persiguiese a todas horas, clavándole aguijones que le hacen saltar.
Otras veces, más tranquilo, entretiene su desvarío formando pequeñas montañas con las monedas que le tiran, ordenándolas siguiendo una pauta.
Ese orden maniático de monedas parece un código que nos muestra a los demás para que podamos entrar en su desorden, como una señal escrita en la tierra por el pie de alguien que pide socorro. Un S.O.S de metal que, a pesar de estar tan claro para él, no tiene sentido para los demás.
Interrumpe mi descanso, convaleciente de gripe, a mediodía y por la tarde. Sacude mi sueño y mi conciencia. Me recuerda a los grillos de las letras de mi infancia.
Los grillos de los cuentos son insectos a los que nadie tiene en cuenta y, sin embargo, son sabios que muestran a los humanos los errores que cometen. Seres insignificantes llenos de significado.
El grillo que Carlo Collodi inventó para ser el contrapunto de Pinocho. La parte responsable que le faltaba al niño de madera. El grillo del Hogar de Charles Dickens, que con su canto protege a la familia y va dando forma a sus vivencias.
El mío es un grillo sin hogar. No es nadie para nadie. Y sin embargo para mí sí lo es. Es el grillo de la calle. De la calle donde está la casa de mi familia.
Es, en parte, mi grillo y, en parte de todos los que no le miran, de los que huyen de él y también de los que se le acercan.
Es el grillo de todos que, como el amigo de Pinocho, se encarga con su canto de sacudir la conciencia del supuesto Estado de Derecho y Bienestar en el que vivimos. Quien nos hace enfrentarnos a diario con nuestra vergüenza, la que nos quede, por responder a sus gritos callando. Por permitir que esté ahí día tras día de todo un año sin que este bienestar nuestro se preocupe de sus derechos.
Su canto monótono va descosiendo, como una aguja que cumple su función a la contra, las costuras de este "tejido social" del que tan orgulloso nos sentimos y que sin embargo ha ido perdiendo tanto apresto en la tela que produce comezón.
Rasca la piel de los que tenemos la suerte y el dolor de conservarla sin que haya encallecido.