Manuel Pérez Lourido
Asomarse a la ventana
Cuando me aburro, que es casi siempre, suelo mirar por la ventana. Para eso están ahí, ¿no?, las ventanas, para que te asomes. Miro un rato nada más, porque después empiezo a aburrirme aún más que antes, pero durante ese rato lo contemplo todo con intensidad y expectativa. Como si fuese a llegar a mi una revelación procedente del trozo de vida que se asoma desde la ventana. En el viejo que arrastra un perro, en el perro que arrastra a un viejo, en la señora que viene de la compra, en la señora que va a la compra. La realidad que te ofrecen las ventanas es esquemática y dual, puede ser de un signo o del contrario. En todo caso, tú la escrutas como si en ella estuviesen codificados antiguos secretos que quieren serte revelados. O sea, yo la escruto de esa forma. Aunque hay días en que echo un vistazo y a otra cosa mariposa. Tampoco hay que vestirse de filósofo para echar un ojo por la ventana. O vestirse de Sherlock Holmes y meterse una pipa en la boca... ajá, con que ese muchacho está ennoviado con la muchacha a la que lleva de la mano...¡y viceversa!
Una ventana da para mucho, y los días de lluvia da para muchísimo. Ya no es solo el panorama lo que puedes observar, sino los dibujos del agua en el cristal, esos ríos caprichosos que recorren caminos divergentes de pronto se entrecruzan... y luego ver pasar a la gente enarbolando los paraguas como si pidiesen una tregua a las nubes, como si alzasen una bandera negra para decir basta ya qué peñazo de diluvio... los días de lluvia desde la ventana y las ventanas en general dan para divagaciones llenas de puntos suspensivos, es evidente. La lluvia sin cristales no luce nada, solo es agua que lo empapa todo. Por eso, salvo que se traten de los cristales de tus gafas, es hermoso ese maridaje entre el vidrio y las gotas de lluvia. Además, invita a poner una marca en el calendario para averiguar cuántos días tardamos en desear que vuelva el sol.