Beatriz Suárez-Vence Castro
Año Miguel Hernández
El Congreso me ha dado una alegría nada más empezar el año. Y que los políticos nos den cosas buenas es un hecho noticiable: La Comisión de Cultura ha aprobado por unanimidad la propuesta de Compromís de declarar 2017 como "Año Miguel Hernández".
Se reconoce con esto la importancia en la Literatura de la figura del autor así como su carácter universal. Y se le da también un "empujoncito" a la poesía que la mayor parte de las veces aparece como la cenicienta de las letras.
Tengo un especial cariño a los poemas de Miguel Hernández porque están en mi memoria desde que empecé a leer poesía y porque era uno de los poetas preferidos de mi padre a quien recuerdo hablarme del especial mérito que para él tenía la obra del "pastor poeta", como él le llamaba. Me fascinaba la historia que me contaba del niño que cuidaba cabras y escribía poemas.
Y es que Miguel Hernández es un poeta de entraña. La poesía le brota naturalmente, como de un manantial. Es una poesía pura. Sus poemas son los de un hombre sin referencias académicas básicas a las que poder agarrarse para crear y eso le hace único.
Su familia se dedicaba a la cría de ganado y Miguel pastoreaba cabras desde niño y aunque fue a la escuela hasta el bachillerato, su padre le obligó a renunciar a una beca otorgada por los jesuitas para continuar sus estudios. Con quince años dejó de estudiar para dedicarse exclusivamente a cuidar del ganado. Mientras cuidaba a las cabras leía. Leía y escribía poemas. Se educaba a sí mismo, con la única compañía de los animales y de los libros.
En torno a la tahona de su pueblo, Orihuela, va formando una tertulia literaria con otros amigos interesados como él en las letras. Entre estos amigos se encuentra José Marín Gutiérrez, quien con el tiempo sería abogado y publicaría ensayos adoptando el seudónimo de Ramón Sijé y a quien Miguel Hernández escribe una de las elegías más emocionantes de nuestra literatura.
Con veinte años, tras haber publicado ya sus poemas en varias revistas consigue el único premio literario de su vida: una escribanía de plata, sin dotación económica.
Viaja a Madrid y entra en contacto con la Generación del 27 y tras varios intentos fallidos, logra salir adelante con su poesía y el apoyo de otros poetas como Vicente Aleixandre y Pablo Neruda.
Cuando estalla la Guerra Civil participa activamente y tras ella es encarcelado y condenado a muerte, pena que no llega a ejecutarse. Sin embargo pasa muchos años de su vida en prisión donde enferma y finalmente muere con solo treinta y dos años.
Es en la cárcel donde escribe otro de sus más bellos poemas: Nanas de la cebolla, dedicado a su hijo Manuel Miguel al que a pesar de la pobreza extrema en que se cría le dice, con una ternura infinita que ría, que ría siempre, que siga siendo tan alegre como era en aquel momento:
Desperté de ser niño:
nunca despiertes.
Triste llevo la boca:
ríete siempre.
Siempre en la cuna
defendiendo la risa
pluma por pluma.
La poesía del poeta pastor nos invita a agarrarnos a la esperanza aún en medio del drama más intenso. Por eso es maravilloso que haya sido elegida para comenzar el año que tenemos por delante. Que tanto ella como toda la vida que está en ella, la de su autor, nos sirva de inspiración para la nuestra porque el ahora no es tan difícil como a veces pueda parecer, si intentamos mirarlo desde aquel antes, desde aquel momento de la historia no tan lejano que vivió Miguel Hernández a quien, dicen, no consiguieron cerrarle los ojos ni en el momento de su muerte.