Kabalcanty
El mal también bebe cerveza (25)
Según iban adentrándose en la calle se quedaban más solos. K. sentía acumularse el sudor en la frente, al filo de su sombrero, acercándose cada vez más a la espalda del joven. Este, enfrascado en su música, movía la cabeza ligeramente al son de la canción que aturdía sus oídos. Sobre la calzada pasaba algún coche a más velocidad de la permitida merced a la ausencia de semáforos. Cuando el joven dobló la esquina de la calle Avefría, K. escudriñó el camino recorrido comprobando que estaban prácticamente solos, tan sólo, a lo lejos, pegada a la tapia del antiguo reformatorio, una mujer permitía que su perro orinara contra el muro. Puso la mano con decisión sobre el hombro del muchacho y le giró con brusquedad aplastándole contra la fachada de un edificio. El joven se revolvió y volaron las cables de los auriculares entre los rostros de ambos.
- ¡Déjame, hijo de puta!
Chilló el chaval, intentando zafarse.
K. le hundió su rodilla en el estómago y le agarró del cabello golpeándole la cabeza contra la pared. El joven cedió en su forcejeo velándosele los ojos de lágrimas. El corazón de K. saltaba en su pecho de modo que sus palabras salieron dentro de un silbido estentóreo.
- ¿Qué mierdas tiene con vosotros el gitano de La Cátedra? -K. aflojó la presión sobre el pelo para volverle a golpear contra la pared- Canta o soy capaz de reventarte la cara de pijo que tienes.
- Son Leo y Robert los que están en el ajo de los fotos... yo.......yo... sólo soy un amigo de ellos, se lo juro.
La voz del chaval sonaba rota, dolorida y asustada.
- ¿Qué coño de fotos? -preguntó K., acercando su rostro hasta la nariz del chico.
- Fotos de Leo...
Un rechinar de ruedas y un violento frenazo distrajeron a K. lo suficiente como para que el joven saliera corriendo.
Vio bajarse del Mercedes a uno de los guardaespaldas de Gandeay en dirección suya. Antes del cerrarse la puerta del coche percibió el destello de la gafas de sol de espejo en el asiento trasero.
Echó a correr en diagonal, despistando al gitano fornido, y tomando la calzada de la calle Clara Campoamor. Escuchó cómo se abrían ventanas a su paso, persianas que se alzaban, gritos, y un "que no escape el ladrón" que zumbó tan desesperado como sus piernas sacaban fuerzas de flaqueza. Su cuerpo ya no le pertenecía, era un montón de carne y huesos reclamando suelo.
- ¡Para, payo cabrón!.
Oía muy cerca de él, lo mismo que el claxon de un auto lamiéndole la suela de sus zapatos, pero no podía detenerse, su mente no podía parar.
Al llegar a la calle General Ricardos soslayó el carril bus y lo atravesó de dos zancadas. El tráfico fluía pasado ya el atasco de la hora de los colegios. En unos segundos, que se congelaron dentro del cerebro de K. como una secuencia ralentizada, sorteó varios parachoques, varios aullidos agudos al tiempo que frenazos humeantes que resonaban eternos, hasta que su cuerpo salió despedido al impacto del paragolpes de un automóvil para quedar desmadejado, tras chocar con el maletero del anterior vehículo, en mitad del asfalto.
Gandeay y sus dos guardaespaldas escudriñaron desde la acera lo sucedido con las puertas del Mercedes abiertas al final de la calle Clara Campoamor. En unos minutos, cuando el tumulto y el colapso del tráfico eran una evidencia bulliciosa, se montaron en el choche y desaparecieron.
El cuerpo de K., despatarrado, bocarriba, con mitad de su panza al descubierto y el cardenal como un antojo por encima del cinturón, era un muñeco de trapo que se asaba sobre el asfalto bajo un sol inclemente, desnaturalizado, de primavera. Su sombrero, colocado en la postura de la baraka de la montera de un torero, permanecía intacto, acaso con un viso de polvo, a menos de un metro de su cuerpo. Pero K. seguía corriendo cada vez más deprisa, aliviado del peso de las piernas y de la opresión angustiosa de su pecho. Tras de un intermitente tic, que le multiplicaba las patas de gallo al extremo de sus ojos cerrados, se sentía vigoroso recorriendo la calzada, sorteando coches, vitoreado por una masa de gente que se amontonaba a lo largo de la acera. Luchaba por llegar una meta que no sabía a ciencia cierta si estaba próxima o no, si lo conveniente era atravesarla o no, sin embargo corría incansable y atlético sin sentir el peso de su cuerpo. Una alegría inmensa recorría su ingravidez contagiando a su mente de una dicha cuyo argumento era el movimiento, la sensación dulce de su velocidad sin opción al por qué. Cuando acometió una dura cuesta arriba, reconoció rostros conocidos que le jaleaban sin voz, animándole con aspavientos y muecas. Alguno, acompasándose a su trote, le trajo una botella de agua mineral, otro una esponja húmeda para aliviar el sudor frío que le invadía, e incluso hubo otro que le pidió que le firmara un libro, el cual rubricó sin dejar de correr. Oculto tras el esporádico tic, se le dibujó un gesto que parecía una sonrisa, o eso es lo que creyó ver un taxista al pie del cuerpo de K.
- Copón tú, parece que el tío se ha reído.
Dijo ante la concurrencia que rodeaba al atropellado.
Minutos después llegaron varios coches de la policía municipal que despejaron la zona y acordonaron un perímetro cuyo núcleo era un K. yacente. La ambulancia vino un poco después. Pusieron el cuerpo en una camilla y salieron a toda velocidad. En unos minutos la calle General Ricardos era la misma de siempre a esas primeras horas de la tarde.