Paco Valero
El cáncer, el emperador de todos los males
En Estados Unidos, dice el oncólogo Siddhartha Mukherjee, uno de cada dos hombres y una de cada tres mujeres desarrollará un cáncer a lo largo de su vida. No conozco la estadística en España, pero no puede andar muy lejos porque es la segunda causa de muerte (27,3% del total) en nuestro país, tras las enfermedades cardiovasculares, según el INE. El cáncer da miedo, no lo podemos evitar. Por algo fue bautizado como "el emperador de todos los males", frase que Siddhartha utilizó como subtítulo de su libro Una biografía del cáncer (Taurus), que ganó el premio Pulitzer en 2010.
El cáncer atemoriza porque mata, pero también por lo que hace en el cuerpo: lo invade, lo degrada, lo deforma y lo llena de dolor. El oncólogo norteamericano de origen indio se ha dedicado a trazar la historia de esta enfermedad, buscando los antecedentes más antiguos, las metáforas que se han empleado para describirlo, los recursos utilizados para combatirlo. Y lo que emerge en un libro apasionante, porque es una historia mayor si cabe, de comercio y guerras, de ambición y sufrimiento, de genio y miserias, de obsesiones y límites como si fuera una gran novela del siglo XIX, de las que aspiraban a narrarlo todo.
El cáncer es una enfermedad que son muchas, pero con algo común: todas se desencadenan por una división incontrolada de células. O lo que es lo mismo, el proceso que da origen a la vida, la división celular, nos mata: una célula ancestral, indistinguible de cualquier otra, empieza a multiplicarse como lo haría una sana, pero sin que se sepa por qué esta no deja ya de hacerlo hasta destruir al organismo que la acoge y desaparecer con él. Va contra toda lógica evolutiva. Ese "alien" no busca sobrevivir, sino aniquilar. Es además una enfermedad de nuestra civilización, de la edad avanzada de supervivencia que hemos alcanzado. Hay pocos testimonios de ella en la antigüedad sencillamente porque la gente moría antes. El más antiguo que se conoce fue noticia semanas atrás en la prensa es el de un hombre momificado de unos 60 años con cáncer de próstata que vivió hace 2.300 años. Debemos el cáncer a nuestro éxito evolutivo, lo cual no deja de ser otra paradoja, porque el cáncer también es un triunfador evolutivo: las células dañinas no son clones unas de otras, sino que cada generación trae consigo algunas células con pequeñas variables que las hacen más eficaces para invadir, sobrevivir y desencadenar metástasis ("más allá de la quietud", en griego).
El lenguaje que utilizan los que combaten esta enfermedad está lleno de símiles de guerra y algunos de los productos utilizados para acabar con él tienen su origen directamente en las grandes matanzas modernas, como las mortíferas sustancias químicas que se emplearon en la primera guerra mundial, empleadas luego por la primera quimioterapia Hemos luchado a cañonazos contra el cáncer, y con machetes quirúrgicos, y algunos hombres han literalmente enloquecido luchando contra él, como los cirujanos de los siglos XIX y XX que rebanaban los órganos, el cuerpo, buscando extirpar el mal de raíz. Cortes cada más profundos y mayores... En balde, porque luego asistían humillados al renacer del tumor. ¿Acaso no habían cortado hasta el límite? ¿Hasta dónde había que llegar? Era una pregunta sin respuesta posible.
Cada generación ha creído estar a las puertas de la curación, vanamente. El presidente Richard Nixon proclamó que a finales de la década de 1970 el cáncer sería vencido y movilizó para ello enormes recursos económicos y humanos para conseguirlo. Lo convirtió en un objetivo nacional, al igual que había hecho antes John F. Kennedy con la conquista de la luna. Sin resultado. Hoy, al menos, podemos hablar abiertamente del cáncer. En la década de 1950, una mujer que había sobrevivido a un cáncer de mama quiso poner un anuncio en el New York Times para crear un grupo de apoyo. La respuesta del diario fue: "Lo siento señora, pero el Times no puede publicar en sus páginas las palabras mama y cáncer".
Hoy, ese sufrimiento, el del silencio impuesto, ha sido sustituido por otro, el de la culpabilización. Somos culpables del cáncer por lo que hemos respirado, comido, bebido, sentido, incluso por tener malos progenitores, con los genes equivocados. Y somos culpables por padecerlo y gravar las arcas públicas con un coste que, nos dicen, no se puede sufragar y que cada vez más se deriva a los propios enfermos y sus familias, añadiendo incertidumbre y discriminación al sufrimiento. La historia continúa y no parece tener fin. Como el mismo cáncer.
4.02.2013