Bernardo Sartier
A la generación interrumpida
A veces me gusta romperme el corazón. Ver, otras vez, "Volver a empezar", de Garci, ese que sería nuestro William Wyler si no fuese por esa puta manía de enlatar a los actores en el estudio de doblaje. Cuando su estreno, los críticos, que de tanto entender no entienden un carajo, la denostaron. Pero el Óscar convirtió el pastel en obra maestra de amor recuperado, de muerte próxima. El plano inicial del amanecer en la estación ya sugiere la esperanza de asistir a un prodigio. Luego, la mirada de Ferrandis sobre el viejo cine Robledo, y la palabra encriptada iniciando el retorno al pasado, el verso en prosa atestiguando la descomunal capacidad de amar del ser humano: "Me casé, quise mucho a Francis y a mis hijos; pero siempre digo que me gusta más la primera parte de mi vida, porque en ella estabas tú".
Que extraordinaria parábola del amor esa de los ancianos enamorados pidiéndole a Dios una única gracia, no morir uno antes que otro, y el buen Dios que cede y, a punto de morirse uno de ellos, que los cubre de corteza convirtiéndolos en árboles que rozarán sus copas eternamente. Y luego los viejos amigos de juventud, un brandi y el crepúsculo de la confidencia en el otoño de sus vidas. El Roxu, mosqueado, que pregunta "Antonio, por qué has vuelto"; y Albajara que contesta extrayendo un sobre del bolsillo y entregándoselo; el Roxu que se levanta, busca las gafas y lee que su amigo va a morirse, y que retorna al sillón y observa el tubo de pastillas: "¿cada cuánto?", "cada ocho horas"; "está bien, cuando llegue el final hazte internar, estarás mejor, más tranquilo y atendido".
Pocas veces el cine regaló una escena más hermosamente trágica, nunca la amistad tan bien hablada, la asunción digna de la muerte, el final enfrentado con entereza. Ferrandis, que pasó a la historia por Chanquete -la fama tropieza siempre en lo menos relevante-, debería haberlo hecho por esa mirada de tristeza canina en la que se refleja la grandeza del ser humano. Con Bódalo, secundario lujoso, replicante enorme firmando una de las interpretaciones más increíbles que he visto, roto por la pérdida del amigo, aún vivo a su lado. Bódalo es la confirmación de que Strasberg estaba equivocado, de que el método y el Actors Studio son prescindibles cuando uno siente la vida y la profesión como la sentía él. Pidió a Garci unas horas para concentrarse. Eso y que en el estudio sonase el Canon de Pachelbel. Luego vino el prodigio de su interpretación con el equipo rompiendo en aplausos. Ah. Olvidaba a Encarna Paso, el primer amor, el Esplendor en la hierba de Wordsworth recitado a Elena, su personaje: "Aunque nada pueda devolvernos el esplendor en la hierba/la gloria en las flores/no nos aflijamos/la belleza permanece siempre en el recuerdo". Acaso no sea la pérdida del amor lo doloroso, sino la de la juventud.
Y cuando deseamos eternizarnos en esa lección de emociones llega el regalo de ella a él, en el aeropuerto, el disco conteniendo la canción con la que se enamoraron cuarenta años atrás, "ábrelo en San Francisco", y allí él que lee la dedicatoria: "gracias por estos dos días que recuperan una vida"; entonces sentimos troceársenos el alma porque Elena y Antonio, en esa brevedad, viajan al pasado, ese lugar absoluto al que solo el barallocas de Warhol antepuso el futuro porque -decía- era donde iba a pasar el resto de su vida. Qué equivocado estabas, Warhol: solo hay un cielo, el pasado, el único desván de los sentimientos, la infancia como patria, ese introito a la juventud capaz de resistirlo todo. Nunca el futuro. Jamás. Nunca un lugar en el que encontramos el fin de la vida. Entonces termina la peli con el "Oh Lord, why Lord" y arañados de melancolía una frase sube a la pantalla: "A todos los hombres y mujeres que empezaron a vivir su infancia y su juventud en los años treinta, en especial a los que aún están aquí, dándonos ejemplo de esperanza, amor, entusiasmo, coraje y fe en la vida. A esa generación interrumpida, gracias". Coño, nuestros viejos…
Ahora sé porque me emociona la peli. Sin infancia y casi sin juventud. Pasaron hambre y se les empinó la vida, pero superaron las dificultades y supieron amarnos como nadie volvió a hacerlo jamás. Qué hermosa lección de imágenes y sentimientos, qué música célica empujándonos a creer en Dios y enseñándonos que solo muere quien no ama. Entonces siento que todos los cincuentones deberíamos ir junto a nuestros progenitores para abrazarlos y besarlos, para hacerlos sentirse queridos en esa vejez suya, en esa estación invernal en la que todo duele. Esa que, sin reparar en ello, tenemos próxima.