Kabalcanty
El primer retoño del laurel
La calle Fomento de Madrid baja en cuesta pronunciada hasta estrellarse en la calle del Río; luego aunque pierda su nombre, como dando razón de ser a la calle adónde acaba, se desgrana en un delta que vierte por un lado en la Cuesta de San Vicente, rozando en cascada la calle Bailén, y cuyo destino será el río Manzanares, y por otro el comienzo del océano de la Gran Vía, formando antes meandro en la calle Leganitos. Así entendía yo la calle dónde pasé toda mi niñez (a partes iguales con la casa de mis abuelos en la calle Algodonales del barrio de Tetuán) dentro del microcosmos a medida de un chaval de diez años. En la niñez o en la adolescencia, en contraposición con la edad adulta, casi a diario pasan cosas que nos sorprenden, nos entusiasman, que construyen un mundo que se irá quebrando, pedazo a pedazo, según vayamos adquiriendo la mal interpretada edad de la razón. Seguramente, en mi caso concreto, será que nunca jamás he dejado de escuchar la vocecita de Peter Pan tras más de cincuenta años cuchicheándome. Eso sí, lejana, muy lejana, y siempre llena de interferencias.
Julio y yo bajábamos la cuesta de la calle Fomento, el sitio donde vivíamos, a todo correr. Él deprisa y gritando, yo más despacio con miedo a caerme y chillando sólo para el cuello de mi camisa. Julio fue mi primer amigo de colegio más que nada porque vivía en la portería de enfrente de mi casa y solíamos coincidir para ir y para venir de la escuela. A mí siempre me llevaba mi madre por las mañanas y no me agradaba encontrarme con él que siempre iba y venía solo ya que su madre viuda se quedaba al cargo de la portería. Procuraba distanciarme de mi madre y emparejarme con Julio a ver si se me pegaba algo de su independencia. Yo que siempre fui un niño retraído y huraño que prefería mis juegos solitarios a compartir mis gozos infantiles con nadie, hallaba al lado mi amigo algo así como el regusto a lo que yo suponía monopolio de los adultos: hacer siempre lo que te diera la real gana.
Bajábamos con las carteras escolares en ristre, unas carteras de cuero pesadas y duras que nos duraban cinco, seis, o siete años, y que solían pasar de una generación a otra de hermanos. Agitábamos las carteras en el aire hasta que llegábamos a mi portal, primero siempre él y segundos después yo, sano y salvo y escuchando a Julio mofarse de mi lentitud.
- Y aquí llega la liebre coja -gritaba, sacando una medio sonrisa al policía que montaba guardia en la comisaría de enfrente de mi portal.
A diario jugábamos a los cromos en el espacioso recinto del portal. El juego consistía en poner un cromo (de la liga de fútbol, o sea Puskas, Pirri, Rojo I, Gárate, Iribar, Zoco, Lapetra, Paquito.....) sobre la pared a la altura de nuestras barbillas y dejarlo caer con la esperanza de que se montara sobre otro. Cuantos más cromos se acumulaban en el suelo, mayor era el premio para el ganador. Tenían que acoplarse más allá de las "puntetas", es decir que caer sobre la misma esquina del cromo no valía para llevarse el montón de cromos. Pero los jueces éramos nosotros y Julio tenía más vocación que yo para esa empresa. Con lo cual las "puntetas" de Julio casi nunca eran tales y las mías lo eran casi siempre. Él liaba un griterío tremendo cada vez que su cromo caía sobre la más escueta esquina y, antes de que yo protestara, Julio ya estaba en el suelo recogiendo su botín.
- Joer, chavales, armáis la de Dios es Cristo con la puñetería del juego -solía decir Onésimo, el portero de mi casa, saliendo de su chiscón- Como me se queje algún vecino os corto la timba de cuajo.
Pero un día ventoso en los inicios de la primavera ocurrió algo que me hizo sentirme importante por vez primera en mi corta vida. Jugábamos como todos los días, sobre el mediodía y tras la salida del colegio, y debido a la corriente que soplaba en el portal los cromos se diseminaban muy lejanos unos de otros. Cada vez que dejábamos caer uno desde la pared mirábamos vehementemente su trayectoria gozosos de los tirabuzones y piruetas que hacia el cromo a merced del viento. El montón que teníamos en las manos cada vez era más pequeño y la emoción iba en aumento viento al alfombra de cromos que tapizaba el suelo del portal y soñando con el premio desmesurado que se acumulaba. Eché el aliento al cromo de mi baza para invocar a la suerte y esta mi escuchó. Rebotó en el suelo y, tras quedarse indeciso unos instantes, cayó solapando casi en la totalidad a uno de los cromos caídos. Era irrevocable: había ganado el mayor montón de cromos de todas las veces.
- Menuda potra, González. -me dijo Julio, recogiendo su cartera y yéndose cabizbajo hacia su portal- A todos los tontos se le aparece alguna vez la Virgen.
Cuando subí a mi casa mi hermana se fijó de inmediato en el fajo de cromos que esgrimía orgulloso en mi mano. "Mamá, mi hermano ha ganado un montonazo de cromos así de gordo", le dijo ella arrimándose a la puerta de la cocina.
- Qué poco me gusta que te entretengas con ese escandaloso de Julito -comentó mi madre, asomándose a la puerta de la cocina y no sin prestar atención al mazo de cromos- Es un niño "resabiao" que anda todo el día callejeando. No me gusta.
Dejé la cartera sobre el sofá-cama y comencé a ver meticulosamente los cromos que había ganado. Los pasaba despaciosamente de una mano a la otra tratando de descifrar si el olor a la victoria estaba entre aquellos papeles coloreados. "¡¡Amancio!! ¡Ostras tú, y además he ganado a Amancio!", me dije, admirando la congelada galopada del extremo derecha.
- Dice mamá que te laves las manos antes de comer porque las tendrás más que sucias de arrastrarlas por el suelo del portal. -me dijo mi hermana con una seriedad reconcentrada.
- Envidiosa. -musité al pasar por su lado.
Y sin soltar el mazo de cromos, me fui al lavabo.