Kabalcanty
El Jomeini
(Para Jaime)
Tenías esa tez tostada, pálida y amarillenta, que resaltaba bajo tu barba rizada, al fondo de tus ojos negros y hondos, que te encasquetaron el mote de "Jomeini" tus compañeros de trabajo con tanto acierto que pasaron años y años siendo tu apodo más autentico que tu nombre de pila. Si se decía que eras de Osorno (Palencia), como me ocurrió a mí mismo, te lo negaban por activa y por pasiva alegando que tu procedencia estaba en una remota aldea cerca de Villa Cisneros, en plena zona saharaui, y que tu español hablado no era otra cosa que obra del asentamiento colonial español de otrora. Era casi imposible convencer a nadie de que eras palentino y no árabe, excepto a ese puñado de compañeros tuyos que estuvimos muy cerca del parto del alias años atrás.
Tú reías como siempre reías: hacia adentro, sin que tu omnipresente timidez dejase siquiera un resquicio al sonido de la carcajada. "¿Jomeini? -decías- Y qué más da" Y reíamos todos señalándote como el ficticio más real que jamás habíamos conocido.
Pero pronto te perdías en el anonimato, en la estrecha sombra donde habitabas día y noche. Tu apodo te daba la gloria infame unos minutos para luego devolverte al arca de los trastos olvidados. Te recuerdo a bordo de tus máquinas, conduciéndolas con la prudencia y pericia de tu natural, pero solitario y charlando con el viento, el polvo o el ruido, refugiado en tu mirada desamparada e indescifrable que salía de un adentro de muy pocas palabras que a nadie requerías para contar.
¿Qué cosmos poblabas con tus andares desgarbados? ¿Qué bocas no bebías para mantener esa errante sobriedad? Tu silencio, esa larga agonía que supuraba tu piel cerosa, pesaba tanto que era difícil estar a tu lado sin que se hiciera molesto tu mutismo. Querías decir algo y cuando te decidías, casi siempre columpiándote en tu vaso largo de cubalibre, exponías torpedad y laconismo con tanta vehemencia que pronto tus ojos brunos retornaban a rastrear el suelo o te enfundabas la sonrisa hueca.
De la poca vida personal que te conocía, que me contaban unos por otros o que imaginaba recopilando todos tus silencios, la soledad era tu manual cotidiano. Si siempre andabas imbuido en la callada soledad en tu vida laboral, en tu asueto eras la alargada radiografía de la clausura. No te conocí amigos, ni novias, ni siquiera pelmazos con qué rellenar esa incomunicación que a todos nos acecha y que nos hace aferrarnos a cualquier clavo ardiendo parlante. Tú no, se te veía tu perfil de nariz ganchuda conduciendo tu viejo coche o deslavazado frente al televisor sin molestarte en espantar el moscardoneo de tus soledades. Siempre solitario, ajeno, abandonado de ti y de todos.
También eras un tipo de primera, de palabra escasa pero verdadera, inocente, de buenos sentimientos, amigo de tus enemigos y sabio a la hora de callar y pasar página. De nada alardeabas porque confiabas en que tus habilidades era cosa común entre todos los mortales, que nada hacías que no pudiera hacer otro incluso mejor que tú. Un hombre bueno que tenía la rémora de ser callado y solitario en unos tiempos en que los vocingleros y multitudinarios triunfan en la vida social más mediocre, o sea en esta misma vida.
Sé que cuando nos colocaron la crisis para que tornáramos a la semiesclavitud de nuestros ancestros, tú volviste a Osorno con tu madre; que estuviste unos años conduciendo un autobús escolar por aquellas tierras y que al final, pasados tres o cuatro años, te operaron de una hernia discal que te procuró la incapacidad laboral.
Lo demás no lo sé pero puedo imaginarlo.
Y todo esto porque el pasado viernes por la tarde, cuando acababa de escuchar casualmente "The ballad of Bill Hubbard" de Roger Waters, sonó el teléfono con esa estridencia que tanto me molesta. Augurando la compañía de turno que tanto vela por mis gastos, cogí el auricular perezoso. Fue entonces cuando me comunicaron que te nos habías muerto, Jaime.
Me he acodado en la ventana a mirarme entre la jarana veraniega de arriba y de abajo de la avenida donde vivo. He fumado hasta que las volutas de humo, en los prolegómenos de la noche, han perfilado tu figura conduciendo una de tus máquinas. Ha sido tan breve la aparición como tu paso silente por la vida, una bocanada de humo tragada por las risotadas oscuras de la gente de la calle. He pensado detenidamente en ti, acaso como nunca lo hice cuando no eras de humo, y me he sentido el hombre más desdichado y solitario del mundo...... sin embargo, me he negado a callarme y de ahí todo este texto, amigo Jaime. Descansa en paz.