Kabalcanty
Un futuro aleatorio
No había llovido todavía, pero el viento traía un olor a tierra húmeda tan agradable que las ventanas se poblaron de gentes auscultando el cielo plomizo e hinchando las fosas nasales para atesorar esa bendición. El calor llevaba siendo sofocante más de la mitad del mes en la ciudad y todos deseaban la tormenta que se avecinaba con el énfasis de un adolescente ante su primer beso. Un lejano crujido movió la tripas de la tormenta desde los barrios sur seguido de un murmullo que elucubraba el tiempo que tardaría en caer la lluvia. Algunos se apresuraron en sacar lonas y plásticos para cubrir sus autos o proteger los tiestos de sus terrazas; se presagiaba una lluvia de barro como había ocurrido en otras épocas de sequía prolongada y nunca estaba de más preservar los pocos bienes que tenían las personas de aquel barrio miserable.
K. tiró la colilla de su cigarrillo por la ventana y lanzó una ojeada indiferente al cargado cielo. Se detuvo unos instantes en los muslos de Lucía sobresaliendo firmes entre sus shorts vaqueros mientras ataba unas bolsas de plástico alrededor de las macetas de su terraza. Vio el autobús escalando la cuesta de la avenida y, resoplando, volvió hacia el interior de su casa.
- Ya está. Mañana lo vendo.
Le espetó Baldomero con un brillo especial en sus ojos de besugo. Tenía el móvil en la mano, agitándolo como si fuesen unas maracas.
K. se encogió de hombros y le miró fijamente.
- Finiquitado el asunto del bar: se lo acabo de vender al chino ese que llevaba dándome la coña un año. -dijo Baldomero, sentándose sobre el destartalado sofá, el cual le engulló hasta doblarle casi en uve.- Cuatro jodias perras, pero cuatro al fin y al cabo que siempre son mejor que ninguna.
K. se acomodó sobre la mesa, frente a él, y bostezó sin usura. Tenía unos ojos claros, sanguinolentos en los extremos, y una calva reluciente sostenida por dos largas patillas que casi se unían con el bigote. Era de mediana edad, similar a la de Baldomero, de considerable estatura y una barriga que succionaba la hebilla de su cinturón.
- ¿Te has pensado lo que te dije el sábado?
Baldomero hizo intención de acercar su rostro al de K., pero el sofá le tenía como rehén.
- ¡Joder, es que tienes una casa que es una ruinambre! Este sillón es de Lee Marvin cuando le destetaron. ¿Todavía tienes que pensarte que tenemos que salir de esta mierda cómo sea? Joder, joder y jodiendo.
Baldomero se había desembarazado del sofá-trampa y se sentó, con tiento, sobre uno de los reposabrazos.
- Ahora resulta que somos dos los que estamos jodidos -murmuró K., cogiendo la lata del tabaco para liarse uno. - La verdad es que es mejor estar mal acompañado que solo, por lo menos en estos casos.
Había terminado la frase casi en una soterrada disculpa, sin querer enfrentarse a los ojos húmedos del otro. Mientras liaba el pitillo, le daba vueltas en su cabeza a algo que le hacía torpe y sin coraza.
- Y es que los dos andamos jodios, K.; tú lo sabes tan bien como yo pero eres cabezota como una mula torda. Míranos: un poetastro que cuenta sus versos a su eco y un camarero con un negocio arruinado; más solos que la una porque ya ni Dios aguanta a nuestro lado, un bar vendido y una casa... -se detuvo para echar una ojeada impávida a su alrededor- que es poco más que una cuadra.
La estancia estaba atestada de libros colocados en unas estanterías que, vencidas por el peso, se arqueaban amenazadoramente. El polvo daba un aspecto mate a los amarillentos volúmenes y, junto al techo, se descolgaban lianas de telarañas de desahuciado inquilino. El flama del verano era más intensa entre aquellas cuatro paredes y ni siquiera el viento tenue, con olor a tierra mojada de la próxima tormenta, osaba penetrar por la ventana. Todo irradiaba una dejadez vetusta que parecía ajena a la lluvia de barro que acababa de comenzar a caer con estrépito.
- Seremos buscadores, una clase de sabuesos -añadió Baldomero, agitando sus manos con vehemencia- de barriada, como pasaba en el bar ¿no te acuerdas?.
A todo el mundo se le extravía algo, cualquier cosa, de la más importante a la menos, y ahí estaremos nosotros para que lo recuperen. Entre tú y yo conocemos a todo el barrio y buena parte de Madrid, y no nos será tan complicado encontrar lo que otros dan por perdido. Lo mismo que te dije el sábado.
K. se quedó admirando su cigarrillo recién liado y pasó a encararse con Baldomero para sonreír sardónicamente.
- Uno que se ha empapado a Marcial Lafuente Estefanía y otro a que se ha bebido a Hammett, Chandler y Jim Thompson; con menos Alonso Quijano se erigió caballero andante y se fue a vivir lo que había leído. Descojonante, Baldomero, des-co-jo-nan-te, en cinco palabras.
El excamarero le acaparó con sus pupilas saltonas y dijo solemnemente serio y depectivo.
- Pues sigamos en la mendicidad hasta que nos entierren.
K. prendió el cigarrillo y escudriño cómo el humo blanqueaba el mugriento techo del cuarto.
- Vamos, chócala, socio tronao. De perdidos al río, qué mierdas.
Los dos hombres enlazaron sus manos al unísono del trueno que les estremeció.
- ¡Coñó! -exclamó Baldomero- Viene con tres pares de pelotas la tormenta.
En el exterior, la lluvia terriza enterraba el paisaje de la calle en una jaula de barrotes dorados.