Kabalcanty
Dystinto
Me escondí agachado bajo la escalera metálica de emergencias de un gran edificio de oficinas sintiendo cómo mi corazón me golpeaba desbocado en el pecho. Maldije por lo bajo mi vicio de empedernido fumador casi a la vez que deseé echarme a la boca un pitillo. Pero era demasiado peligroso. Atardecía, la calle aparecía ya entre dos luces, y prender un cigarrillo equivalía llamar la atención del vigilante de seguridad que silbaba una melodía para acompañar su aburrimiento. Escudriñé por entre los barrotes de la escalera y no vi rastro alguno de mis perseguidores. Eran dos, eso estaba seguro, vestidos como de costumbre: traje gris y corbata verde esmeralda; uno llevaba el pelo rapado, rasurada la cabeza, y el otro, más joven, tenía barba de varios días. Llevaban tras de mí una hora más o menos, me esperaban al salir de mi casa, y les había llevado al centro neurálgico de la ciudad, tomando la avenida Facontti, la más comercial y concurrida a esas horas, para que despistarles me fuera más fácil. Sabía de oídas que estaban entrenados concienzudamente, que era difícil darles esquinazo, pero no me quedaba otra que intentarlo.
Desde mi escondrijo, a un lado de la salida del callejón, divisaba la parada del autobús 538 repleta de gente a esas horas últimas de la tarde. Casi todos concentrados en la pantalla de su teléfono móvil, algunos enfrascados en su eBook, en las descargas autorizadas por el Gobierno, otros, los menos, observando escépticos cómo el tráfico atascado delimitaba un horizonte metálico. Nadie hablaba con nadie y todos parecían indiferentes ante la más que probable tardanza del autobús. Dentro de los autos, la esperanza era ver el semáforo en verde cada vez más cercano. Todo era tan normal como cualquier otro día, todo excepto que iban a por mí.
Los tipos salieron de dentro del edificio. "¡¿Cómo mierdas?!", me dije, agachando al máximo la cabeza. Se acercaron al vigilante y se pusieron a charlar, mientras, el más joven, no perdía ojo a la boca del callejón. Les espiaba desde el suelo, entre una rendija de la chapa del arranque de escalera. Parecieron llegar a una conclusión y los tres se encaminaron, a paso vivo, al tumulto de la calle. No lo pensé mucho más y salí de mi escondrijo pegado a la fachada del edificio. Ellos habían virado la esquina adentrándose en el tráfago.
Hallé una puerta desvencijada en la que ponía "Cuarto de residuos". Tiré del picaporte con fuerza dos o tres veces hasta que me quedé con él en la mano. La puerta cedió dejando un lamento que me impulsó a meterme en la penumbra alocadamente, temeroso de que el ruido alertara a mis perseguidores. Anduve poco más de cinco o seis pasos dentro de una oscuridad densa y terminé perdiendo el equilibrio cayendo dentro de un agujero que se abrió bajo mis pies.
Cuando recobré la consciencia, el dolor en el coxis se extendía hasta las uñas de mis pies. Olía a detritos y ocho o diez personas me rodeaban acuclillados alrededor de mí.
- Tus ropas de rastrillo o de hipermercado te han librado de que te rebanásemos el cuello, amigo. No hay duda que eres un dystinto ¿no?
Me dijo uno de ellos, el que me alumbraba con la linterna.
Después de confirmar su sospecha, vislumbré en la oscuridad, aliviada en parte por unas luces amarillentas de emergencia alojadas en una carcasa de plástico sobre lo que debía ser una pared, que entre los que me observaban había hombres, mujeres e incluso niños. Todos vestían harapos y un descuidado aseo; "como auténticos trogloditas", pensé, asaltado por el símil.
- ¿Cómo metiste la pata? -el hombre que me interrogaba, difícil calcular su edad como la de todos ellos a excepción de los niños, esbozó una ligera sonrisa.
- Cambié unas viejas botas mías de trekking por el "De profundis" de Wilde. -les dije- Desde ese día me sentí vigilado hasta que hoy mismo, al salir de casa, han ido descaradamente a por mí.
- Algún soplo -dijo otro hombre- Muchas veces los trueques los organizan los mismos corbatas verdes.
Se oyó un murmullo en el que todos trataban de contar su experiencia o la de otra persona conocida.
- Iban detrás de mí porque soy lesbiana -dijo una mujer, dándose un golpe entre unos diminutos senos.
- Yo silbé en el trabajo "Masters of war" de Dylan. -anunció un hombre.
- Yo estuve más de sesenta días sin darme de alta en la Seguridad Social -dijo otro.
- Yo era un ama de casa inofensiva hasta que comencé a ver películas de Costa-Gavras; el mismo vecino que me las dejó, me denunció diciendo que eran mías. -alegó una mujer, conteniendo apenas el llanto.
- Me atreví mirar al cielo más de un minuto seguido -dijo el hombre que sostenía la linterna.
- Intenté denunciar a la empresa porque.......
Un estruendo derribó la pared que había a nuestras espaldas. Se escucharon gritos, quejidos, mientras una nube de polvo inundaba la penumbra. Antes que unos potentes focos me deslumbraran, me pareció apreciar el bamboleo de unas corbatas por encima del montón de escombros.