Beatriz Suárez-Vence Castro
¿Quién puede matar a un niño?
Así titulaba Narciso Ibáñez Serrador (Chicho) una de sus películas allá por los años setenta. Anticipándose a la americana Los chicos del maíz, de parecido argumento, la película del realizador español cuenta la historia de una pareja que llega a un pueblo solamente habitado por niños que, guiados por una extraña fuerza se han deshecho de los adultos. La pareja, para poder sobrevivir debe luchar contra el natural instinto de protección que los adultos tienen hacia los niños.
Por desgracia últimamente nos hacemos la misma pregunta que Chicho con demasiada frecuencia pero es la vida real la que nos la plantea. Son demasiado los niños que son asesinados por sus padres y madres.
Cuando aún tenemos en mente a José Bretón, Rosario Porto y Alfonso Basterra y no podemos borrar de la mente las imágenes de la niña Asunta, siguen apareciendo a diario casos de menores agredidos por alguno de sus progenitores.
Así como se contabilizan las muertes por la llamada "violencia machista" debería hacerse lo mismo con las de los niños. Que se les tenga en cuenta. Da igual que hayan muerto a manos de su padre o de su madre. Porque hay casos para estremecerse por parte de ambos. Y es como si no contasen. Como si se diesen por supuesto y asintiésemos con la cabeza como si fuese un drama más. Pero es el más terrible. El que no se puede explicar porque es contra natura. En muchos casos el padre o la madre lo hacen en un arrebato. En otros es incluso premeditado.
En el último suceso una mujer en tratamiento psicológico apuñaló a su hijo de dos años hasta matarlo y luego intentó suicidarse. Parece ser que lo del suicidio ya lo había intentado en otras dos ocasiones pero en esta decidió llevarse al niño por delante. El estado de la madre suponía una situación de riesgo para el niño como en tantos otros casos.
Entiendo que en muchos casos el vínculo biológico, criarse con la familia, es lo mejor para el menor pero en otros, no. Sin embargo, hay un miedo enorme en los casos de retirada de custodia, a veces debido a la idea de que retirar un niño a sus padres, especialmente a la madre puede acarrear al adulto un trauma grave, exclusión social, empeoramiento de cualquier trastorno que padezca. Y el niño continúa en situación de riesgo con desenlaces en ocasiones tan horribles como el de Madrid.
No es una tesitura fácil pero entre amparar a un menor o a un adulto, creo que no debería dudarse tanto. Esa duda a veces es la diferencia entre que el menor viva o sufra un daño que no se pueda reparar.
Los asistentes sociales ven todos los días casos escalofriantes y, más veces de las que quisieran, no pueden hacer nada porque la ley no es lo suficientemente fuerte. Hay miedo de criminalizar a los padres y los niños quedan en la indefensión.
Un niño pequeño es la persona más vulnerable ante los abusos. No puede poner una denuncia, no sabe lo que es una orden de alejamiento. Si se escapa de su casa, tiene que volver. Cuando tiene edad para pensar en lo que le sucede se siente totalmente confundido: ¿quién lo va ayudar si sus padres, la primera referencia adulta que tienen, no lo hacen?
Deberían sentirse amparados siempre, deberíamos tomarlos más en serio y protegerles por encima de todo. Incluso si es necesario por encima de sus padres.
No es sólo la ley. Somos todos. Tenemos el prejuicio de que un niño con quien mejor está es en su casa. Que la familia es el grupo social que debe preservarse siempre. Según un orden impuesto que nos resistimos a cambiar, los lazos de sangre no deben romperse nunca. Aunque esos lazos se conviertan en sogas.