Transoceánico (1ª parte)

28 de setembro 2021

En el puerto una larga fila de personas descansaban como podían cercanos a un enorme buque. Niños y ancianos se arrebujaban entre mantas y enseres mientras hombres y mujeres les rodeaban ofreciéndoles protección al viento fresco de la noche. Los militares, diseminados a los largo y ancho del puerto, vigilaban desganados a la muchedumbre; algunos de ellos, cobijados en la sombra más densa, tecleaban sobre sus teléfonos móviles, bebían de sus petacas o avivaban las brasas de sus pitillos como los ojillos rojizos de un roedor aéreo. Algunos focos daban pasadas por las dársenas pasando raudos en el horizonte de una ciudad a oscuras.

Un tráiler llegó lentamente hasta la primera dársena donde se apilaban los contenedores.

— Muy bien, pasa hasta el fondo, a la dársena 26 -dijo el cabo primero, después el ojear la cédula- Allí verás al sargento de descargas.

Cuando escucharon acercarse al tráiler, se apretaron uno contra el otro detrás del contenedor que limitaba con la pared. Ocultos en la sombra más absoluta, les brillaban los ojos inquietos y de par en par.

Tengo miedo, Jota. -dijo la mujer tomando la mano del hombre.- No sé si voy a poder hacerlo.

Jota la cogió por los hombros para apretarla junto a su pecho.

— No queda otra, cariño, o esto o nos quedamos aquí muertos de asco. Este barco no podemos perderlo. Es de suponer que será el último, con suerte el penúltimo.

La mujer gimió llevándose la mano a la boca.

El tráiler se detuvo frente a la garita. Un sargento le esperaba. Llevaba en la mano un escáner de QR y códigos de barras y le acompañaba un soldado con el arma atravesada en su espalda. Saludó al conductor y alzó la mano para coger el albarán.

Un triángulo escaleno, formado por la techumbre del hangar y la parte más elevada del buque fondeado, dejaba la mancha agrisada del cielo tan vacío de luna y estrellas que parecía la tapa sellada de una sepultura.

Una grúa se puso en movimiento para dirigir el gancho hacia el techo del contenedor que llevaba el tráiler. Dos soldados se subieron al contenedor y fueron enganchando las eslingas cuando descendieron lo suficiente. Con sumo cuidado, la grúa fue elevando la carga para depositarla junto a las otras apiladas en la dársena 26. El soldado abrió la puerta del contenedor para que él y el sargento comprobaran el contendido exacto. Se demoraron más de media hora verificando los lotes de comida y los bultos de leche el polvo. El soldado contaba en voz alta mientras el suboficial tomaba nota con un bolígrafo.

— Atenta a lo que te digo.-dijo Jota acercándose al oído de la mujer- Cuando vayan a entregarle el albarán de nuevo al camionero, tenemos unos segundos para colarnos en el container. Nos arrastramos bajo la puerta, como te enseñé ayer, pegados a la sombra del container de la derecha, y nos metemos hasta el fondo bien quietecitos.

— Joder, no sé si podré –protestó ella, retirándose.

— Mira, Ana, escúchame por favor, –replicó el hombre atrayéndola- si no nos colamos en el barco, nos jodemos del todo. Lo sabes ¿no?

Ana asintió a duras penas.

— Sé que puedes y lo harás.

La besó en los labios y arrimó su cabeza a la de ella.

Cinco filas de contenedores más a la izquierda, en su parte alta, dos hombres se deslizaban hasta meterse bajo una lona que ocultaba utensilios viejos de carga. Pronto los dos se vieron envueltos entre cintas de amarre, eslingas, bucles, hebillas metálicas y útiles para inmovilizar y sujetar las cargas.

— ¡Hostias por trapos! -exclamó uno de ellos, tratando de desembarazarse de los trastos que se enredaban entre piernas y brazos- Bastante gilipollas soy yo haciendo caso de tu plan de embarque exprés.

El otro, un hombre de color, soltó una risita que acalló garganta abajo.

Señor Baldomero "sempre quijica" y "malhablador". Para entrar en barco pasarlas canutas un poco- añadió, en voz baja, mostrando su dentadura blanca.

— Y ahora, más liados que la pata de un romano hasta que nos descarguen ¿cierto?

— Ok, y haciendo chitón.

Baldomero dio un bufido tratando de apoyar la cabeza lo mejor posible sobre una maroma de olor enranciado.

Al tiempo, Ana y Jota habían pasado sin problemas dentro del contenedor recién descargado. Todavía les sobró tiempo, pues el sargento fumaba un cigarrillo con el camionero contemplando el mar plácido que se mecía en el puerto.

— Vamos a tratar de dormir algo entre esas cajas. -dijo Jota, señalando a la espalda de ella.

— Es azúcar.

Ana se retrepó sobre la montonera y enlazó la mano de él.

— Te quiero -le dijo.

Se abrazaron, tapándose con el cartón de la enorme caja.

Afuera la noche avanzaba. En la fila algunos habían encendido unos farolillos y tomaban cafés de sus termos. Los humeantes vasos de plástico formaban volutas caprichosas enredándose en la oscuridad. La actividad portuaria aumentó unas horas después con la llegada de un autocar militar. Descendieron una docena de militares enfundados en sus uniformes blancos y subieron al buque fondeado alineados de a dos y encabezados por un capitán. En cubierta, el capitán sacó su móvil para marcar unos dígitos. Esperó la contestación más de cinco minutos escuchando toda una sarta de sonidos electrónicos que iban y venían con estridencia y escudriñando con gravedad el mar quieto de su alrededor.

— A la orden de V.E, almirante, buenos días. -dijo cuando, por fin, escuchó la voz.