Transoceánico (11ª parte)

07 de decembro 2021

Llevaban dormidos un tiempo cuando despertaron sobresaltados por los insistentes disparos. Mamadou fue el primero que brincó desde su catre en el suelo del cuartucho hasta la puerta del pasillo que conducía a la escalera de caracol. Baldomero y los demás guardaban las espaldas del hombre de color con el gesto descompuesto.

— ¡La leche, se me están revolviendo los cuatro espagueti que hemos "cenao"!

Arturito hizo unos pucheros cogiéndose a la cintura de su madre.

— ¿Qué pasará ahora? -preguntó Ana, tirando de la mano a J.

— Hay jarana de la buena, don Baldomero. -dijo Fulgencio con el rostro céreo.

— Anda sube la escalera y nos cuentas, jamelgo cimarrón.

Le chistó el anciano a Mamadou, aunque este ya subía la escalera.

Los planes nocturnos del capitán no salieron cómo esperaba. Las dos lanchas salvavidas que navegaban hacia el barco a la deriva eran tiroteadas sin piedad por los amotinados.

— ¡¡Hijos de puta, no vais a llegar vivos!! -decía Dardan, disparando enloquecido al espacio de luz iluminado por los focos del barco.

— ¡Déjame al capitoste antes de que llegue arriba! -decía Gjon, aguzando la vista a la escalera de cuerda que los del barco habían desplegado.

— Tony, David, Marce, Dioni, subid al puente de mando y controlad el barco -gritaba Carlangas, señalándolos con su arma- Quedan dos y "cagaos", fijo.

Ortiz estaba en el tercer escalón de la escalera de cuerda intentando ayudar a subir al capitán que sangraba por el hombro.

— Cójase a mi mano, capitán –le decía Ortiz, inclinándose para alargar el brazo.

El capitán, con gesto de dolor, se aferró a la mano y dio un tirón para subir un peldaño.

— ¡¡Cojones, apagar los focos que nos van a matar como a los de San Martín!! -gritó a los de arriba del barco entre un aluvión de maldiciones.

Sólo quedaban ellos dos, el resto flotaban inertes en el mar manso o tumbados ensangrentados en las lanchas. El capitán pensó, incautamente, que la nocturnidad les ampararía de los amotinados, pero estos, advertidos por la aminoración de la marcha del transoceánico, estaban preparados de antemano para la maniobra. Tan sólo la suerte condujo al capitán y a Ortiz llegar a la base del barco.

Las balas silbaban a su alrededor pero de forma menos precisa desde que apagaron los focos. Con lentitud llegaron a cubierta. Diez personas, desmejoradas pero animosas ante su llegada, les condujeron hasta un camarote más o menos decente en comparación con la multitud de cadáveres que, amontonados unos o desperdigados otros, poblaban el barco. La pestilencia era casi irrespirable aunque, inusitadamente, no parecía afectar a los moradores del barco.

Limpiaron la herida del capitán y la vendaron. Los siete hombres y tres mujeres se mostraban obsequiosos y sumisos con los recién llegados.

— ¿El capitán? -preguntó Ortiz, aguantando una arcada, a la orden visual de su doliente superior.

— Soy yo, para servirles, caballeros.

Contestó un hombre birrioso de cabellos alborotados que llevaba una camisa sucia y harapienta.

Les contó que zarparon del Puerto de Newark hacía sesenta y dos días con rumbo a las primeras costas europeas que se divisaran, aunque su destino inicial era el Puerto de Róterdam. El desastre energético en toda América había iniciado una estampida hacia Europa esperando mejor vida. Luego, con el paso de los días y sin poder concretar un rumbo fiable, además de la falta de alimentos, de agua, de medicamentos y de combustible, hubo altercados que fueron creciendo hasta la extrema virulencia. Se codiciaba lo que no había y la mayoría de los pasajeros y la tripulación optaron por someter al semejante. "Lo cual finalizó en este desastre dantesco que ustedes mismos pueden comprobar. Nos parece amoral lanzar los cadáveres por la borda esperando darles sagrada sepultura en tierra firme", terminó diciendo el escuálido capitán en un fatigoso hilo de voz.

— Entonces mis asesinatos sirvieron de bien poco….La puta que lo parió -dijo el capitán herido meditabundo.

Briones y Marrupe trataron de hacer frente a los asaltantes del puente de mando pero fue algo infructuoso. Los dos acabaron abatidos y sus cuerpos lanzados al mar sin compasión. Carlangas subió a la cabina de mando una vez que le comunicaron, a voz en grito, que todo estaba despejado.

— ¿Alguien tiene repajolera idea de manejar este trasto? -preguntó, echando un vistazo al cuadro de mandos. Todos menearon la cabeza negativamente- Tampoco será tan difícil acelerar este armatoste.

Carlangas accionó una palanca hacia delante. Desde las honduras del barco se escuchó un retumbar metálico que desembocó en un lejano y explosivo traqueteo que inundó la espaciosa noche marítima. El barco marchaba hacia el otro buque echando una humareda que, saliendo del cuarto de máquinas, se esparcía por pasillos y cubierta. Muchos de los pasajeros corrieron despavoridos hacia popa ya que el viento soplaba a favor presentándola despejada. Los dos albanokosovares, tras disparar a los maquinistas que salieron a cubierta huyendo de la quema, proferían maldiciones con los puños y armas en alto dirigidos al puente de mando. Carlangas sonreía viendo la nave dirigirse ingobernable hacia el otro barco.

— Ya os dije que no era tan complicado -decía vanidoso, sacudiendo viril la coleta.

Antes del inevitable choque, Mamadou había bajado de la escalera de caracol para decirles a todos que el barco había divisado puerto.

—….Por eso disparos alegres y barco deprisa. Al amanecer desembarcaremos.

Les dijo sonriente y con toda la convicción que logró representar.

Todos se abrazaron y besaron festejando la noticia. Hasta Baldomero le abrazó fuerte llegando a sentir sus labios pálidos y blandos muy cerca de su oreja derecha.

En la otra embarcación, también poco antes del impacto, los dos capitanes tenían una acalorada discusión en torno a la moralidad de un buen oficial de marina. Ortiz y los demás se habían sentado en el suelo indolentes ante la disputa.

—…. Por eso mantengo con dignidad a mis pasajeros supervivientes, sin viles asesinatos. La integridad, la lealtad, la disciplina, el valor, el compañerismo, la responsabilidad y el sentido del deber son mis pilares y la de todo un buen marino.

Decía el capitán esquelético, estirando todo lo que podía su lastimoso cuerpo y extenuado por el arrojo de la arenga.

— Y la patria, señor mío, la patria que acaso alcancemos allende el lugar donde nacimos. ¡Ay, jodido embeleco! Por eso aniquilé a esos embaucadores, por una nueva patria sin ratas.

Decía el capitán herido, temblándole el labio inferior y perdida la mirada.

— También por el coñac que, en estos momentos, echo tanto de menos, joder.

Añadió nostálgico, mientras trazaba con su dedo índice una figura tan espeluznante como recurrente sobre mugre la mesa que tenía al lado.

Después vino la colisión, las llamas, los gritos, los pedazos de armazones de hierro y acero soliviantando el mar imperturbable. La niebla regresó con el amanecer olvidando el desastre tras un vapor sólido que parecía clavarse en las aguas aceitosas.